Padre llega a las once de la mañana, como cada sábado, solo que esta vez es sábado de carnaval. Un carnaval rarísimo, eso sí, distinto a todos los que he vivido hasta ahora. Sin la fauna viva de marimondas, micos prietos, perros bravos, paco pacos y tigres monos que registra el legendario Efraín Mejía en La burra mocha. Se parece más al carnaval farsante, de leones de cartón con melenas de papel y colas de lana amarilla, que sugiere con inusitada maestría Álvaro Cepeda Samudio en «Hoy decidí vestirme de payaso». Como si una vocecilla nos llegara de la lejura, pese al loable esfuerzo de los hacedores, para dejarnos saber una verdad inquietante: No es en realidad un orgulloso Congo Grande lo que vemos en la pantalla del televisor, sino el triste simulacro de alguien que simplemente hoy está vestido de Congo Grande.

Noto que el bar está mejor abastecido que mi despensa. Pero por alguna absurda razón decido no brindar. Debo estar envejeciendo o perdiendo la razón y trato de justificarme: «El palo no está para cucharas», balbuceo. No hay boleros ni rancheras en esta ocasión. Tampoco esa algarabía chabacana que ya nada tiene que ver con la poesía sublime que componían los juglares campesinos y que arrugaba el sentimiento.

Mientras Cuco Valoy intenta en vano descifrar el enigma que «enloquece a la hija como enloquece a la mama», me doy cuenta de que más allá de sus innumerables ritos colaterales, ahora trasplantados a la virtualidad, el carnaval es sobre todo la fiesta del tiempo, del eterno retorno, del fuego que no se apaga, de la candela de Irene Martínez que consume y renueva. Por ello, el carnaval muere y renace cada año con locos deseos de bailar, beber y hacer el amor con gran delirio a quien luego habrá de escupir el grito de liberación por antonomasia: «Te olvidé».

Lástima que tanta «pasión desenfrenada» termine en arrepentimiento cristiano. Tanto «Tamborito de carnaval» para acabar con la cabeza llena de ceniza. Esta paradoja ha sido referida muchas veces. Una de las más interesantes es la del Arcipreste de Hita. Un tal Juan Ruíz que, con evidente parcialidad, narra en la Edad Media el singular combate entre don Carnal y doña Cuaresma.

Las huestes bullangueras de don Carnal, envalentonadas por el abundante vino y con la determinación de Ragnar el Vikingo, chocan en un claro de la colina con los muy cristianos ejércitos de la camandulera doña Cuaresma. La lógica más elemental dicta que una jauría incontenible de tragaldabas, jabalíes y cerdos salvajes daría con facilidad buena cuenta de una procesión de legumbres y sardinas saladas. Pero no, el sacerdote sale con la patraña inverosímil del triunfo de doña Cuaresma. Eso es difícil de creer, incluso para quienes, en el país de los presidentes gramáticos, se comieron el cuento de que Duque sabía conjugar los tiempos verbales.

Más inaudito aún es el hecho de que el esforzado don Carnal sea malherido en batalla por «el puerro cuelliblanco», que, pese a la pompa del nombre, no es otra cosa que un humilde «cebollín» de tienda. Así, es hecho prisionero. Por fortuna, no hay mazmorra que pueda detenerlo. Ni ley seca ni toque de queda. El año entrante se repetirá el combate, que es una vivencia, nunca un espectáculo. Sediento de placer, en plena calle y sin mascarilla, don Carnal bailará con una mujer de tres nombres la música inacabable con que desafía a doña Cuaresma. Padre lo sabe, por eso se va tranquilo…