Para disfrazar la realidad, las compañías, sobre todo las multinacionales, se inventan unas cosas que deberían dar risa. Pero dan rabia, porque la simple vuelta que le dan con una frase al tema real que ellos desean poner en práctica, es obvia y, por lo tanto, ridícula.

De tal modo que producen la sana rabia de quien se da cuenta de la tomadura de pelo que es tan cruel como la realidad que oculta su mundo burocrático y ficticio que solo desea mantenernos enredados para que no podamos salir de él.

Ojalá fuese el mundo ficticio en el que nos meten artistas y gestores culturales que inventan eventos y experiencias que nos enseñan muchas cosas a través de medios ficcionales, emotivos, imaginativos. Esos que nos meten en un posible mundo diferente, en otras posibilidades de vida.

Esos sí podrían llamar a sus acciones, a sus eventos, a los escenarios que plantean y que forman “centros de experiencia”. Un centro de experiencia sí podría, por ejemplo, ser la silla donde me siento a leer un libro; el libro mismo; una escena que pone un cuento en forma de títeres; una plaza con gente que se une a través de la contemplación de un concierto de música; una galería que nos abre sus puertas para percibir fotografías; un grupo de danza que se mueve en un teatro; una sala de cine donde sucede algo maravilloso.

En fin, la lista es enorme y cada uno de ustedes podría aportar muchas frases que ayuden a pensar el concepto, algo que solo se entiende por medio de la acción, de la experiencia de vivir algo, de la inmersión en medio de algo que nos hace pensar y sentir.

Todo, menos los “centros de experiencias” que nos proponen, por ejemplo, y a lo que va esta columna, compañías de servicio de teléfono móvil o fijo, internet y televisión. Con el agravante de que estos servicios ya son para nosotros, habitantes del siglo 21, como la luz, como el agua. Sentimos morir si nos fallan. Que se nos va el aire.

Todo lo hacemos por estos medios. Si nos fallan andamos como locos buscando dónde conectarnos, desde dónde recibir misivas y responderlas, por dónde enviar documentos que solo se reciben por internet, acceder a series o películas que nos relajan o nos informan.

Pero uno trata de resolver un problema con una compañía de estas por medio de un teléfono prestado y después de minutos interminables de vana experiencia con sus robots y luego los robotizados que atienden al fin la llamada, lo manda a uno a “un centro de experiencia”.

Entonces toca ir a vivir de cuerpo entero y de tiempo presente, la verdadera experiencia: hacer filita, poner sus datos en maquinita, recibir un número de atención, esperar a ser llamado, ser atendido por otro ser robotizado que lo único que puede decir es al final de la experiencia: tiene que poner una queja por la página de internet. ¿Y entonces? Quedar viendo un chispero, ¡es la experiencia! Algo más parecido al infierno que, de paso, es otro mundo ficcional.