El pasado miércoles 6 de enero, el Congreso americano estaba llevando a cabo el proceso para certificar la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre cuando hordas de manifestantes invadieron el Capitolio. Instigados por Donald Trump desde su cuenta de Twitter, sus seguidores formaron disturbios en la capital de la potencia más grande del mundo, reflejo del pésimo manejo que le ha dado a la pérdida del poder, atacando a la democracia de la cual es el presidente con el único fin de no aceptar su derrota.
Por años nos tocó leer las barbaridades que escribía este señor en las redes sociales. Mensajes de odio, peleas personales y, lo peor, incontables mentiras que dijo durante su mandato errático. ¿Se debería regular la libertad de expresión, cuando se propagan mentiras en caso de extrema peligrosidad para la sociedad? Expresarse es un derecho fundamental de todo individuo, pero ¿debe ser sin límites?
La conducta de Trump fue condenada por la vasta mayoría del espectro político norteamericano, incluido su mismo partido como lo demostraron Mitt Romney y George W. Bush. Finalmente, a la misma plataforma que le daba un altavoz le tocó callarlo, suspendiendo su cuenta indefinidamente. Una decisión que muchos soñábamos que pasara. El reino del terror se acabó. Y siguió el silencio necesario impuesto a un personaje que ha hecho tanto daño. El corte de su cuenta ha sido devastador para él, según informes de prensa. Era nada menos que su megáfono. Su adicción enfermiza a esta herramienta tecnológica no tiene precedentes. Por medio de ella manejaba a su base y, por ende, su poder de manipulación era ilimitado y perverso.
Las similitudes que vemos en nuestro país con el abuso de este poderoso mecanismo son inocultables. Vemos a políticos que escriben sin mesura, que mienten a sus electores, que solo piensan en ellos y siempre defendiendo sus actos personales, sean buenos o malos. Como lo vemos escrito, les creemos sin ningún sentido crítico, inyectándonos con su rabia, contribuyendo así a polarizar más al país. Pero son rabias basadas en mentiras. Cada cual piensa que su percepción es la única realidad. Pero la realidad es otra, tiene matices porque todos la vemos desde distintos ángulos, todos pensamos diferente. Lo importante y lo que más debe pesar son las opiniones basadas en hechos, solo después que cada lector juzgue como quiera y tome sus propias decisiones.
Si no hacemos algo para cuidarnos, sin regular este cuarto poder, porque es un tremendo poder quizás desmesurado, vamos a seguir desinformados y enfrentándonos ferozmente el resto de nuestras vidas. Necesitamos de nuestros líderes autoridad moral, que sean custodios de la verdad, que hablen de hechos y no solo de lo que les conviene. Que las grandes corporaciones dueñas de los medios sociales apliquen sus normas y regulaciones. Tras este perjuicio ocasionado a la sociedad, necesitamos que los líderes midan sus palabras, pero que también los seguidores analicemos mejor lo que dicen sin caer en la ingenuidad de creerles todo.