Cuando conocí a Germán Vargas, hace mucho tiempo, él tenía un par de años menos de los que tengo ahora. Era un hombre alto, de venerable cabellera blanca y unos ojos azules que delataban un alma en paz consigo misma. Yo aún no trabajaba en EL HERALDO, pero había tejido una incipiente amistad con Mauricio Vargas, y este sirvió de conducto para que conociera a su padre.

Para un joven como yo que daba sus primeros pasos como periodista y que, encima, aspiraba a ser escritor, conocer a Germán constituyó un acontecimiento extraordinario. No solo por el significado que tenía su figura como miembro del mítico Grupo de Barranquilla, sino, sobre todo, por su enorme talla intelectual y humana y por la generosidad ilimitada con que siempre atendía a los imberbes que se interesaban por los arcanos de la literatura.

Nunca olvidaré que en nuestro primer encuentro me recomendó la lectura de una obra: Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson. Un librito de relatos sobre distintos habitantes de un pequeño pueblo estadounidense, con el que descubrí cómo el poder de la narración, la sensibilidad y la empatía del autor con sus personajes pueden llevar a dimensiones inimaginables historias comunes y corrientes que, de otro modo, estarían condenadas a quedar en el olvido. «Era un empresario próspero y lo dejó todo para contar historias», me dijo Germán sobre Anderson, y desde entonces envidié secretamente al gigante de Camden.

A partir de aquel momento, tuve en Germán un excelente consejero literario –su único fracaso fue intentar convertirme en un adepto a Cortázar– y, lo más importante, un amigo. Esta amistad se acrecentó cuando entré a trabajar en EL HERALDO. Todos los días, al llegar a la redacción, ya estaba Germán ahí, en su cubículo, fumando sus cigarrillos sin filtro y preparando su columna Un día más, en la que repasaba la actualidad cultural de la ciudad y del país. Al cabo de un rato empezaba la puja por ver quién se llevaba a Germán a tomar un café en la cocina que había en la parte posterior de la redacción, porque eran muchos los que compartían afecto y admiración por él y disfrutaban de su charla inteligente. Por la tarde no faltaba la peregrinación al puesto de fritos de la esquina, donde, entre mordiscos a arepas y sorbos de jugo, hablábamos de periodismo, de literatura y de la vida.

Una de las últimas anécdotas que recuerdo con Germán sucedió en enero de 1986, poco antes de irme a España. Estando en la redacción, recibí una llamada desde Madrid de mi esposa Alba, que había sido reportera en este periódico. Me proponía que nos estableciéramos en esa ciudad, que, según me dijo, estaba viviendo un momento de ebullición tras cuatro décadas de dictadura. Germán estaba a mi lado, y se lo comenté. «¿Madrid?», dijo alarmado. «Madrid es como Bogotá en los años 40. Llueve todo el día, la gente viste de negro y tiene caspa. El único sitio donde se puede vivir en España es Barcelona». Evidentemente estaba equivocado. Seguramente tenía en mente las novelas lóbregas de Sánchez Ferlosio, Martín Santos o Cela sobre la España franquista y el hecho de que Barcelona era entonces la meca de los escritores latinoamericanos.

Después de mi partida no volví a ver a Germán. Pero nunca dejé de contarles a mis nuevos amigos españoles la historia del enorme privilegio que tuve, cuando apenas comenzaba a ser periodista, de trabajar junto a este inigualable personaje de Cien años de soledad, discípulo aventajado y generoso del Sabio Catalán.