En estos días leí en El País de España, un artículo de Rosa Montero (Las viejas son atómicas), donde la escritora y periodista, soportaba en un estudio de la Universidad de Harvard su posición sobre las mujeres adultas y la increíble autoestima que adquirimos después de los cuarenta años que, precisamente, es el momento en que la de los hombres comienza a contraerse, se arruga y hasta desaparece, después de haber subido como burbuja de champaña cuando alcanzan la treintena.

Esto trajo a mi memoria un decir de mi papá, que siempre subrayaba cuando alguna parienta o amiga de casa quedaba viuda: ahora van a ver cómo florece y cuánto le cambia la vida para mejor, en cambio nosotros cuando enviudamos parecemos un guante al que le sacaron la mano y quedó tirado en una mesa. Mi mamá solía molestarse mucho, retrucaba y torcía la cara, pero fue en ella misma donde comprobé esa teoría. Los primeros meses estaba achicopalada, insegura, ansiosa y ya para el primer aniversario luctuoso era otra persona.

Esa es la razón por la que cuando voy a dar pésame a las viudas siempre les digo: espera que pase un año y no sueltes las riendas de la economía familiar. Muchas me han reprobado con una mirada dura o me han dicho, ¿tú no respetas al muerto? Sin embargo, por tarde a los ocho meses me han llamado a contarme que fue el único consejo que les sirvió y que ahora, aunque extrañan mucho al marido ido, están disfrutando de la libertad absoluta y el manejo de su dinero. En cambio, los viudos suelen parecer perdidos en el horizonte y como lo dice Rosa Montero de manera perfecta: “los hombres educados tradicionalmente que se quedan viudos no solo pierden a la mujer, sino todo su hogar, sus manos y sus pies”.

Es el resultado de la educación patriarcal, del machismo, que es un veneno en las mentes y el actuar de hombres y mujeres: a cada quien le asignan un rol y se lo meten en la esencia misma del ser tan pronto la partera o el obstetra dice: es un varón o es una mujer. Comienza por los colores de la ropita y los adornos de las cunas y continúa imparable hasta que ambos deciden casarse y dentro de ese contrato civil se siguen esas reglas absurdas. Hablo de la educación tradicional y celebro que ya tengamos muchos jóvenes que han roto ese esquema rígido donde la mujer se auto disminuye para engrandecer al marido y pasa su vida repitiendo, lo que tú digas, lo que tú quieras.

Quienes están educando como padre o abuelos o padrinos, deben estar muy pendientes de hacer de los niños y niñas personas autosuficientes en los oficios domésticos, respetuosos y honestos, estimular sus habilidades y capacidades, ayudarlos a encontrar su don natural y fortalecerles el libre desarrollo de la personalidad haciendo abstracción del género. Solo así la sociedad cambiará y la equidad e igualdad serán la base del camino a la felicidad de hombres y mujeres.

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