El 24 de febrero de 2022 amanecimos con una noticia que pareció estremecer al mundo occidental: Ucrania, un país europeo que había solicitado su anexión a la Unión Europea y a la OTAN, estaba siendo invadido por Rusia y no tenía ningún aliado efectivo que estuviera dispuesto a sumarse o enfrentarse al gigante euroasiático. La presión de las redes sociales tuvo su efecto y por primera vez en la historia vimos a los organismos internacionales actuando con rapidez: sanciones económicas, suspensión de eventos deportivos en Rusia, cierre del espacio aéreo, fueron algunas de las acciones más importantes. Sin embargo, después de más de 50 días de confrontaciones, las sanciones ¿han servido para algo?

Los efectos políticos de la invasión a Ucrania podríamos sintetizarlo en tres aspectos: un viraje en la política nacional de los Estados europeos, el fin del romanticismo a las políticas “se oyen bien” y el cuestionamiento a los niveles de integración política. Para ilustrar esto, tomaremos el caso de Alemania, el país con mayor participación en el PIB del conglomerado europeo, que durante los últimos 4 años impulsó políticas que les permitiera posicionarse como un país líder en energías verdes. Los principales promotores de estas iniciativas nunca advirtieron sobre la ineficiencia energética, sobre el costo económico asociado y peor aún, sobre el daño ecológico que paradójicamente causaría (por ejemplo, los insumos para transformar la energía eólica no son reciclables y afectan el curso natural de la fauna); sin embargo, sonaba bien para un electorado joven y “con conciencia ambiental”. La incapacidad para suplir la energía nacional los volvió dependientes de la energía rusa y por ello, la dificultad para romper relaciones con su mayor proveedor o para promover una intervención militar. Llama la atención que la dependencia europea a la energía rusa fue advertida como un riesgo inminente para la paz por personajes impopulares como Trump; sin embargo, la emocionalidad política del momento redujo los argumentos a una falacia ad hominem. Un segundo ejemplo, que parece contrastar con el de Alemania y que ha pasado desapercibido tiene que ver con los riesgos de no contar con socios claves: Suecia y Finlandia, que por mucho tiempo se han negado a unirse a la OTAN, frente a una amenaza inminente de correr la misma suerte de Ucrania han cambiado de parecer. Lo anterior nos recuerda que en política es preciso pensar en el peor escenario: una excesiva integración tiene sus riesgos, pero la ausencia de esta también nos vuelve vulnerables.

Lo planteado hasta aquí nos ayuda a entender por qué la Unión Europea no ha podido hacer más, por qué el genocidio en Bucha (y quién sabe en cuántas zonas más) no será el último en territorio ucraniano y por qué pese a la catástrofe social y de desplazamiento, parece no haber una intervención contundente de parte de la comunidad internacional. Ciertamente no hay forma de prever las guerras, pero una buena estrategia consiste en anticiparse a ellas, en superar el romanticismo de lo que se oye bien, de lo políticamente correcto y avanzar hacía un pragmatismo que considere el peor escenario y el largo plazo, porque al final, es la sociedad civil la que más sufre las consecuencias de las malas decisiones políticas.

@kdiarttpombo