Titula EL HERALDO, en una de las actualizaciones de su edición digital, con una frase de la ministra de Justicia, Margarita Cabello: “No podemos permitir una burla de estas”, profiere la funcionaria, refiriéndose a la fuga de la excongresista Aida Merlano.

Tiene razón la ministra cuando califica el circense episodio como una burla: el escape de Merlano es un monumento a la desfachatez, al irrespeto por unas instituciones inoperantes, a la ausencia total de temor de quienes se saben intocables.

Lo que suena falso en las palabras de la titular de la cartera encargada de garantizar que los presos no se fuguen es eso de “no podemos permitir”, por el sencillo hecho de que ya lo permitieron, como han permitido toda clase de desmanes y atropellos en el régimen carcelario que van desde condiciones infrahumanas para los reclusos pobres hasta las prisiones cinco estrellas para los hampones con influencias.

Aida se voló en las narices de sus carceleros, quizás con la complicidad de algunos de ellos y con el apoyo logístico y financiero de gente muy poderosa, y esa es la noticia que nos revuelve la barriga de la risa y de la furia, dependiendo de cuál sea el talente de nuestras colombianas tripas.

Pero, al margen de los malabares y conspiraciones involucrados en su fuga, no podemos olvidar lo que Aida Merlano representa, que no es otra cosa que la forma en la que históricamente se ha hecho política en Colombia, no solo en el Caribe, sino en todo el país, a través de la más normal de las actividades electorales: la compra y venta de votos, el tráfico permanente de las conciencias.

Que la primera condena de una figura política significativa por delitos electorales haya terminado en un fiasco de semejantes proporciones nos recuerda que no es poco el poder que ostentan quienes se benefician de estos delitos y que no escatimarán esfuerzos con tal de que no se descubran las trampas que le hacen a la democracia.

Dependerá de nuestra manera de enfrentar la mediocridad y la corrupción de las autoridades, que nos mofemos o nos indignemos por el nuevo ridículo que protagonizaron el martes pasado; cualquier reacción de nuestra parte estará bien si alguna vez entendemos que no existirían Aidas Merlanos, ni clanes políticos que las críen, ni traficantes de votos impunes o condenados o fugados, si decidiéramos erradicar de nuestras costumbres la deshonesta manera de elegir a los que nos gobiernan.

Así, libres al fin, despojados de la presión de quienes, una vez en el poder, incumplirán su parte de trato, o, por el contrario, nos cobrarán con creces si resultan perdedores, podremos decir que estamos preparados para ejercer nuestro arduo papel en el contradictorio tinglado de la democracia.

Echar para siempre de nuestras vidas a todas las personas como Aida Merlano y a los poderosos fulanos que la llevaron a la gloria y al desarraigo, será nuestro propio punto de fuga.