Mi amigo el escritor Paul Brito me recomendó el otro día leer la novela El cartero siempre llama dos veces (1934), de James M. Cain, resaltándome —pues sabe de mi debilidad por El extranjero (1942)— un dato que yo no conocía: la influencia que al parecer tuvo aquélla en el estilo seco y displicente de la novela de Camus. Le dije que difícilmente la leería porque para mí ese título no correspondía a una novela, sino a una película que había visto con gozo en mis años universitarios. (Me refiero, por supuesto, a la adaptación de 1981, interpretada por quienes son por lo demás dos de mis actores favoritos: Jack Nicholson y Jessica Lange).
Supongo que, con justicia, el argumento debió de parecerle tonto, pero no tenía otra verdad más que ésa. Lo asumo. Es una tontería que todavía no he podido superar. Por culpa de ella, asimismo, nunca he sentido la menor curiosidad por leer El resplandor, de Stephen King, cuya lectura otros me han aconsejado también, porque, en mi experiencia personal, El resplandor no puede ser nada más que una maravillosa película de Stanley Kubrick, de la cual fui en su momento incluso un auténtico friqui: cuando se estrenó, la vi cinco veces, en la misma sala de cine, y ahora no recuerdo cómo hice para conseguir el dinero de las boletas, porque aquello ocurrió también en mi época universitaria, en la que yo no tenía un solo céntimo de ingreso (por cierto, como ya se habrán dado cuenta, su protagonista es igualmente Jack Nicholson, un actor que por entonces yo idolatraba).
En fin, y ya en tiempos más recientes, ese prejuicio ha interferido en mi posible lectura de novelas como Todos los hermosos caballos, de Cormac McCarthy, y El lector, de Bernhard Schlink, porque quiso la suerte que viera primero sus respectivas adaptaciones cinematográficas, aunque la de la primera (Billy Bob Thornton, 2000), me entusiasmara más bien poco, y la de la segunda (Stephen Daldry, 2008) me gustara muchísimo: justamente por ambas razones, me alejé de la órbita de las obras literarias que les sirvieron de base.
Ahora bien, debo decir que éstos son casos aislados. Porque lo que con frecuencia me sucede es en realidad lo contrario, y se presenta bajo cualquiera de estas dos formas: 1) que, antes de que se realice una película basada en un determinado libro (por lo general, una novela, pero no siempre), yo he leído ya el libro en cuestión; 2) que si el libro es un clásico —tradicional o sólo de nuestro tiempo— que aún no he leído y cuenta con una o varias versiones cinematográficas, yo prefiero aguardar la ocasión de leerlo antes que ver su reelaboración audiovisual.
No pocas veces, en la primera de las situaciones descritas, he optado por ver la adaptación cinematográfica, lo que por lo general me ha resultado decepcionante. El más reciente ejemplo ha sido la versión fílmica de 2013 de El gran Gatsby, con dirección de Baz Luhrmann y rol principal de Leonardo DiCaprio: me pareció un simple pastiche de la estupenda novela de Fitzgerald. Desde entonces decidí no ver más una película basada en un libro que yo haya encontrado bueno. Por eso, después de leer hace dos años Nunca me abandones, la fascinante novela de Kazuo Ishiguro, le contesté a alguien que me dijo que ahora tenía que ver la película (Mark Romanek, 2010): “Nooo, gracias, prefiero vivir”. Por eso, ya tengo más que claro que nunca veré la serie que Netflix realizará con base en Cien años de soledad.
Soy un amante de las prácticas intertextuales en la literatura. Me gustan mucho también los diálogos que se establecen entre dos expresiones artísticas diferentes: así, entre la literatura y la pintura, en una y otra dirección: la écfrasis o la ilustración (incluyo en esta última la pintura religiosa y la mitológica); así, entre la poesía y la música: tanto los poemas escritos para ser impresos y leídos que luego son llevados al pentagrama, como las letras de canciones populares que por su valor lírico son llevadas luego a las páginas de las colecciones de poesía de las editoriales serias. Pero en el caso específico de la adaptación de obras literarias al cine o a la televisión, soy —tengo que admitirlo— un completo inadaptado.
@Joaco Mattos Omar