Son colombianos condenados a muerte sin que haya quien lo impida.
En el ataque reciente en el que sobrevivió Francia Márquez se usaron granadas, arma que no tienen los delincuentes comunes, actuaron sicarios pagados, y, como de costumbre, las autoridades se apresuraron a informar que se investigaría el atentado.
Es lo mismo que en este año se ha dicho tras cada uno de los 29 asesinatos de líderes sociales. Al mismo tiempo las amenazas contra ellos, en este 2019, han aumentado en un 47%.
Junto con la formalista promesa de investigaciones, aparecen las reacciones de explicación o de propuestas de solución. En Argentina, durante la racha de desapariciones y asesinatos se generalizó una explicación: “algo habrán hecho”. Así se legitimaba el asesinato o la desaparición y se silenciaba cualquiera responsabilidad. Aquí el “Consejo para la estabilización” explicó que los matan “porque han reincidido en sus crímenes”. Se refería a los 91 desmovilizados y a sus 26 familiares asesinados en los dos últimos años. En otra de sus memorables tentativas de tapar la luz de los hechos con mentiras, el ministro de Defensa atribuyó a líos de faldas la muerte de un líder social; y alguna columnista quiso restarle importancia a las matanzas aconsejando a los líderes “poner de su parte para que no los maten”.
Pero la muerte de estos colombianos está poniendo de bulto algo más grave. Uno repasa la lista de esas víctimas y encuentra que se trata de personas que, saliéndose de lo común, viven en función de los demás. Francia Márquez, que escapó del atentado, corresponde a ese perfil. La mayoría de ellos daban su voz o su actividad para reclamar respeto de los derechos de las personas o de su dignidad, o condiciones justas de vida y de trabajo. ¿esto los ha hecho peligrosos, acaso?
Este rechazo a los líderes es el mismo que impulsa el asesinato de los reinsertados. Los 91, asesinados junto con 25 de sus familiares, imponen las mismas preguntas: ¿por qué los matan? ¿Se trata, acaso, de unas retardadas acciones de venganza?
Es un hecho innegable que buena parte de nuestra historia en los últimos 200 años ha sido escrita por el odio; hasta el punto de que puede plantearse como hipótesis que el odio ha llegado a ser parte de nuestra cultura.
Además, ese odio como parte del arsenal de políticos en campaña, ha producido y sigue produciendo votos. ¿Recuerdan ustedes una de esas piezas propagandísticas que prevenía contra el proyecto de rebajar las pensiones para pagarles a los exguerrilleros sus mesadas de privilegio? Mentiras como esas alinearon electores y mantuvieron activos los viejos odios que hoy explican las muertes de líderes y de reinsertados.
La trivialización de estas muertes o el intento de explicarlas como acciones de la criminalidad común, impide llegar al hecho de fondo: los matan porque piensan distinto; y esto, dentro de una cultura contaminada por la intolerancia y la exclusión, que pone a los diversos en listas de sentenciados a muerte. Cambiar esa aberración equivale a cambiar una cultura. Pero hay que hacerlo.
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@JaDaRestrepo