El fútbol es un deporte extraordinario. Una pelota caprichosa, sumada a la promoción de valores positivos como la sana competencia, el juego limpio, el fomento del talento a través de la disciplina, los entrenamientos arduos y el trabajo colectivo, entregan periódicamente un espectáculo maravilloso que cautiva a millones de personas en el planeta.
La pasión despertada por este deporte y sus valores, sin embargo, tiene también una cara asociada a antivalores que a su vez merecen ser reconocidos. Comparto esta reflexión tras lo ocurrido recientemente con la derrota de la Selección Colombia de fútbol frente a su rival peruano, en el Metropolitano de Barranquilla.
Allí, una parte de la hinchada nacional aplaudió al equipo peruano por su victoria y al instante, a otro sector de ella silbó y abucheó a la selección Colombia por su derrota. Hasta ahí, todo bien.
Cada uno es libre de expresar su agrado o desagrado con los equipos. Finalmente, se paga un buen dinero para ver un espectáculo que pudo estar o no, a la altura de sus expectativas. Lo que llama la atención, son los insultos de grueso calibre contra varios jugadores de la selección Colombia. Más aún, el lanzamiento de objetos contra la integridad física de miembros del cuerpo técnico. En especial, en contra del Profesor Reynaldo Rueda, quien tuvo que ser rodeado en aras de evitar que alguno de estos objetos le impactara.
Esto ya es inaceptable. Estamos en presencia de una problemática social que promueve la instrumentalización de la violencia (verbal y física) con el ánimo de agredir. Ello, no debe ser tolerado y mucho menos en un espacio deportivo cuya naturaleza es eminentemente recreativa.
Hay varias aproximaciones científicas para abordar esto. La Teoría de los instintos, desarrollada por Sigmund Freud, establece que el ser humano se guía por instintos y que en grandes multitudes puede adoptar una conducta que reduce los límites de sus fronteras morales y desarrollar impulsos primitivos que generen violencia.
Por otra parte, la teoría de la frustración-agresión establece que ese comportamiento agresivo se deriva de la propia frustración del individuo que se identifica con su equipo y que, por su pobre desempeño en el juego, siente que le han hecho quedar mal. Es decir, que lo han defraudado pues no han mostrado el verdadero valor de propio su coraje y determinación.
Siendo que la asistencia a los eventos deportivos es también un escenario de encuentro familiar y de formación para la siguiente generación de hinchas, es importante abordar esta problemática a partir de campañas de educación. Evitar que estos instintos y frustraciones, de no ser canalizadas apropiadamente, puedan verse materializados en hechos de violencia de mayor impacto social.
Esto es importante y requiere la coordinación y compromiso de los principales interlocutores deportivos, ya sean jugadores, directivos o mandatarios del orden local o nacional. No hacerlo, puede traer consecuencias más lamentables, que los hechos bochornosos que originaron esta columna.
@janielmelamed