Desde hace algún tiempo escribo sobre el autismo y sus variantes para plantear que no es una enfermedad en el sentido estricto, sino un producto de la evolución y, cada vez más, encuentro razones para sostenerme en ese postulado, sobre todo ahora, pues empieza a hablarse de neurodiversidad: estamos ante cerebros nuevos y diferentes a los nuestros. No son cerebros enfermos, sino diferentes.

Elon Musk –Tesla Motors, SpaceX, Solar City, OpenAl, fortuna de 187.000 millones de dólares– es un buen ejemplo de lo que es un cerebro diferente exitoso. Reconoció en un talk show que está diagnosticado con Síndrome de Asperger, una de las variantes del autismo. Como todo autista, tiene dificultades en los 3 ítems que hacen el diagnóstico: la interacción social recíproca, el lenguaje y las preferencias. Pero, a diferencia del autista clásico, no se encierra en su mundo, sino que sale a conquistarlo y es prepotente por lo que sabe; adquiere el lenguaje a temprana edad y le facilita la escolaridad; no se la pasa alineando objetos o repitiendo rutinas, sino aprendiendo el mundo de forma vertiginosa. La interacción social de Elon Musk es fatal: “A cualquiera que haya ofendido, sólo quiero decir que reinventé los automóviles eléctricos y estoy enviando gente a Marte. ¿Pensaban que iba a ser un tipo normal y relajado?”. De su lenguaje cifrado, ni hablar, el hijo se llama X AE A-12 y se pronuncia como un “gato aporreando un teclado”. En cuanto sus preferencias e intereses, se dedicó a ser el hombre más rico del mundo (Forbes).

También hay autismos voluntarios, como el Síndrome de Bob Dylan, con una interacción social peor que la de Musk: “Hago mi mejor esfuerzo para ser como soy, pero ellos quieren que yo sea como ellos”. Frase que se convirtió en filosofía de vida para algunos de nosotros. Gracias a su autoabsorción autista, hemos sido testigos de una de las mentes más prolíficas para la música, la composición y la poesía, en su múltiple función en la guitarra, la armónica, el teclado, el lápiz para garabatear las ideas. Su primer sencillo a comienzos de los 60, Like a Rolling Stone, fue escogido por las revistas especializadas como la mejor canción de todos los tiempos. En 1965 realizó dos álbumes que son considerados por la crítica mundial como los trabajos musicales más influyentes del siglo XX, al combinar la música folk, rock, blues, góspel, con unas composiciones que resonaron en el cerebro al tocar temas políticos, sociales, religiosos, filosóficos, con una lírica complejísima escrita sobre la música popular norteamericana mezclada con swing, jazz y música folk inglesa, escocesa, irlandesa, para crear una monstruosidad de producción que le mereció el Premio Nobel de Literatura en 2016 y que mantiene en presentaciones anuales desde los 80, en lo que se conoce como La Gira Interminable, poesía suprarrealista.

Me hubiera gustado ser autista.

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