Todos ingenuamente creíamos que después de la pandemia íbamos ser más solidarios. ¡Error! No lo fuimos durante la misma, menos lo seremos después. Somos una sociedad reprochable que produce desaliento. Colombia es un país sin moral nacional, hecho para unos pocos, en el que se improvisa todo el tiempo; basta ver, en pandemia, como funcionó la educación (básica, media y superior), la salud y todas las políticas sociales y laborales del actual gobierno nacional.
Más allá del susto, la pandemia (que todavía no sabemos si seguimos en ella) como consecuencia de sus efectos demoledores dejó una crisis social y política para la humanidad. En Colombia, la gestión de dicha crisis deja una estela de retrocesos en libertades, agudizamiento de la miseria y pobreza, y concentración de la riqueza e ingresos nacionales a favor del sistema financiero, grandes propietarios de tierra y la industria farmacéutica. Galopa la corrupción, especialmente en el gobierno, parlamento y mundo empresarial. Se concentró el poder y profundizó la tendencia autoritaria en y del gobierno, y se extendió la violencia contra líderes sociales y jóvenes con la mirada oscura y contemplativa del régimen político. Asistimos al incremento del abuso y violación de los derechos humanos por parte del Estado y a la persecución y no reconocimiento de la participación ciudadana. El poder político impuso una reforma tributaria inconveniente que los colombianos mayoritariamente, con un costo político y social muy alto, habían rechazado. Adicional a ello, incubó en dicha reforma un ajuste sustantivo al sistema electoral, ad-portas de las elecciones legislativas y presidenciales, para favorecer al principal partido de la incompetente coalición de gobierno.
Por su parte, el sistema educativo, especialmente el universitario, brindó una educación de pésima calidad y con muy poco rigor, facilitando el fraude, plagio y compraventa de trabajos y obligaciones académicas de numerosos estudiantes. La educación siguió siendo para pocos. Se amplió dramáticamente el abismo entre los que reciben una mejor educación y los que no. En cuanto al sistema de salud, si antes era un desastre ahora es peor. No garantiza el goce efectivo del derecho a la salud. Está en manos de un puñado de particulares especuladores e inescrupulosos, con la permisividad y complicidad del Estado y del gobierno. Mientras tanto, se siguen perdiendo derechos sociales y laborales de los trabajadores de la salud, haciendo su actividad profesional cada vez más indigna.
En el plano internacional, el equilibrio de poder es mucho más asimétrico que en el pasado. Los organismos internacionales son cada vez más incompetentes. Poco hicieron para evitar que un tema como la vacunación se tramitara con tan profunda inequidad e insolidaridad. El mundo siguió siendo egoísta, bueno para los poderosos y malo, muy malo, para los más pobres. La diferencia entre los países ricos y pobres se acrecentó. En América Latina, las desigualdades se han vuelto más inaceptables. Y en el plano nacional, el egoísmo y el desprecio por los más desprotegidos y pobres se acrecentó. Nada ha cambiado, todo sigue igual o peor. ¡Qué ilusos fuimos!