Un amigo, a propósito de una anterior columna, dijo que me estaba convirtiendo en “activista”. Le respondo que sueño con un mundo libre y justo, en el cual no se utilice la democracia contra ella misma. La democracia perece cuando es menoscabada por eso que llaman ‘institucionalidad’. En democracia se evita la decadencia política si la institucionalidad se complementa con participación ciudadana.

Colombia nunca ha podido ser una nación ni tener un Estado para todos. Jamás ha garantizado una vida digna y libre para todos. Si bien la Constitución de 1991 es formalmente de derechos, la recurrente frase de que somos “un estado social de derecho” nunca se ha concretado plenamente. Pasó de ser un sueño y un ideal a convertirse hoy en una pesadilla: aún no cesa “la horrible noche” (Himno Nacional). Desearía que la legalidad proteja más a los débiles y que los gobiernos sean legítimos, legales y hagan lo que el pueblo quiera y necesite.

No hay por qué validar gobiernos de minorías excluyentes. Desde el siglo XIX la lucha entre élites, con el pueblo en la mitad, solo ha servido a castas de dirigentes corruptos e incapaces de construir y dirigir la Nación. Nación que no existirá mientras haya un solo colombiano que por reclamar la razón de su miseria sea perseguido o maltratado. En esta oportunidad, las élites no entienden lo que está ocurriendo y ya no reconocen el país que dirigen. Reiteran como una verdad que el derecho a la protesta, huelga y ocupación del espacio público son ilegítimos; y que frente al gobierno solo existe el deber de obedecer.

Estudios de opinión y cultura política reflejan la presencia en la sociedad de un miedo que nubla el juicio y nos impide discernir entre el ‘bien’ y el ‘mal’. De ahí que algunos crean que por ser ‘buenos’ están autorizados para matar. Quien en nombre de la institucionalidad se ampara en bandas criminales y narcotraficantes, solo incrementa la ira y el odio. Estamos perdidos, pues la construcción de la bondad se ancla en el respeto a los demás, sin sojuzgamiento. El miedo que cunde por doquier produce indignidad y dolor; y este último hace que las personas se sientan disminuidas.

Si se persiste en conservar el poder a través del miedo perderemos nuestra tenue y frágil libertad. Los sectores autoritarios buscan que les temamos y por ello utilizan el miedo. Saben que este está instalado en nuestras vidas. El miedo nos marca, no nos abandona y nos humilla. Hoy imperan el enojo, incertidumbre y desesperanza. Podemos indagar sobre esto preguntándoles a los jóvenes. Estamos frente a una oportunidad para superar esta sombría sociedad de miedo.

PD. Como catedrático y politólogo, me enorgullecen los estudiantes de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Norte. Muchos, a pesar de las dificultades para concentrarse en sus clases, en pandemia, en encierro, sin interacción social y afectados por la situación política del país, han comprendido lo complejo de la vida y la política; y han optado por ser solidarios con otros jóvenes violentamente reprimidos al reclamar empleo y educación a una sociedad injusta y excluyente. Me complace saber que sí hay esperanza.