El podio de tres escalones situado en el Bercy Arena fue la plataforma sobre la que se alzó la más hermosa escena que los Juegos Olímpicos de París 2024 pudieron haberle entregado al mundo. A la derecha, Jordan Chiles (EE. UU.), medallista de bronce; a la izquierda, Simone Biles (EE. UU.), la reina mundial de la gimnasia artística que este cinco de agosto obtuvo medalla de plata en la prueba de equilibrio en suelo. El instante dorado llegó cuando Rebeca Andrade (Brasil), la mayor medallista olímpica en la historia del país de Pelé, subió al centro del pedestal y, con la misma sincronía que las pondera como artistas, Chiles y Biles se hincaron ante la campeona, trazando las líneas de una hermandad que engrandeció el sentido de la competencia.

En silencio y con un gesto humilde, las artífices de un momento icónico que lanzó un poderoso mensaje a la humanidad se dirigieron no solo a la brasilera, sino también al planeta entero para hablar de este, el que probablemente sea su valor más grande: sororidad olímpica. Las imágenes de una Simone Biles arrodillada frente a su contendora, la que podría pensarse que le “arrebató” el oro, no pueden medirse a partir de lo que vale un metal, ni siquiera de lo que vale una piedra preciosa.

Lo de Biles, la gimnasta más condecorada de la historia, es la muestra de que por más grandes que lleguemos a ser, el éxito no necesariamente lo logran aquellos que llegan más alto, sino quienes genuinamente se esfuerzan por alentar, exaltar, sostener y respaldar —tanto como a sí mismos— a las demás personas, incluso a aquellas que se consideren contrincantes o, en el peor de los términos, enemigas.

La palabra sororidad hace poco fue incluida en el Diccionario. Y, aunque nueva, es poderosa. Habla sobre la «solidaridad entre las mujeres». ¿Qué más podría esperar una mujer de otra, sino solidaridad? Pese a que pertenecemos a un mismo género, las mujeres no solemos ser tan amables ni tan empáticas con las otras. Por el contrario, en el imaginario colectivo se han establecido modelos en los que, por lo general, figuramos como las principales antagonistas en la vida de las demás. 

Aun cuando el ser mujer no nos obliga a amar a las otras mujeres solo por ser nuestras “iguales”, es justo abrir paso a una visión que nos hermane allende las diferencias. El “hermanamiento femenino”, forjado sobre el mismo patrón lingüístico que fraternidad (frater, ‘hermano’), surge del latín soror, ‘hermana’, dando lugar a la sororidad de la que Biles y Chiles dieron cátedra en París, en unos cuantos segundos que se prolongarán por toda una eternidad.