La palabra maestro tiene veintitrés acepciones en el Diccionario de la lengua española. Pero en las páginas del inagotable libro de la vida son aún más los significados que se le pueden acuñar a ese precioso término. Desde mis primeros años, empecé a reconocer lo que era un maestro.
Ver a mi papá salir de casa muy temprano, con su maletín color café colgando de una de sus manos, rumbo a cumplir la misión diaria de enseñar fue la imagen primigenia. Recibirlo de vuelta, ya entrada la noche, era para mí la confirmación de que su trabajo estaba hecho… Y eso me llenaba de cierta satisfacción, aunque poco o nada entendiera yo en ese entonces de filosofía o sociología, disciplinas complejas que él con astucia de superhombre lograba explicar a sus estudiantes a través de una infalible estrategia: más allá de la teoría, la esencia de todo está en lo cotidiano.
Aristóteles de Estagira creía en una sola forma de conocer el mundo: desde la experiencia. Por eso lideró caminatas que no tenían otro fin más que estimular al aire libre el ejercicio de la enseñanza y del aprendizaje. Muy seguramente, de forma consciente o quizás intuitiva, así supo mi papá transmitir el conocimiento a miles de seres humanos por más de cinco décadas en diversos entornos académicos. Como también lo hizo por muchos años la maestra que tengo el privilegio de llamar madre. Ella se inició en la docencia desde muy joven. Sus primeras clases las dictó en la década de los setenta en una escuela situada en San José de Oriente, un corregimiento del municipio de La Paz, Cesar. Por allá, en la serranía del Perijá, donde la guerra se asentó un largo tiempo entre las montañas.
Mis padres siempre han sido mis maestros de cabecera en el arte de la vida y de la pedagogía, que tienden a ser lo mismo. Como los peripatéticos de Aristóteles, con ellos he deambulado alrededor de múltiples patios. Y todavía aprendo de ellos, que en algún momento de extraña belleza en nuestra historia —ella, en un colegio, y él, en una universidad— fueron mis profesores.
Hoy, tengo la fortuna de ser llamada maestra. Un título que pesa de forma proporcional a la responsabilidad que encara toda persona que reciba semejante calificativo. Porque ser maestro no es simplemente preparar o memorizar una lección para luego entregarla a los alumnos como si fuera un cuerpo inerte. El gran desafío de enseñar no está en el qué, sino en el porqué. ¿Por qué es útil aprender algo? ¿Para qué sirve? ¿Podría esto cambiar mi vida o la de otras personas?... El camino del conocimiento se alimenta más de preguntas que de respuestas.
@catalinarojano