Llegado el Domingo de Resurrección, la inquietud retorna en forma de pregunta: ¿qué tan católicos somos los que profesamos esta fe? Aunque la Iglesia es enfática en la importancia de que toda persona practique a diario los diez mandamientos que, según el libro del Éxodo, Dios inscribió con su propio dedo en dos tablas de piedra en la cumbre del monte Sinaí, los feligreses no siguen al pie de la letra o ni siquiera se acercan a lo que indica ese decálogo que resulta fundamental, más que para consagrarse enteramente a la vida religiosa, para coexistir en armonía con el prójimo.

¿Por qué somos pecadores si Dios nos hizo a su imagen y semejanza? ¿Acaso somos una copia defectuosa de él? ¿Si de verdad existiera perfección en este mundo atestado de cosas absurdas, seríamos dignos de ser llamados “hijos de Dios”? El peso sobre los hombros de cualquier cristiano que intenta emular la gracia de Dios supera los casi quinientos kilogramos que pesa un piano de cola.

Quizás no somos tan católicos como pareciera. La verdad sea dicha: para nadie es sencillo tener como ejemplo a un ser de tamaña grandeza. Y esa es tal vez una de las principales razones por las cuales cada vez menos personas asisten a misa, rezan el rosario o, simplemente, se abandonan a la fe con los ojos cerrados y con la convicción de que “nada les será negado”. El secreto ya develado está en el amor a Dios y a los humanos.

¿Amamos a Dios sobre todas las cosas? ¿No tomamos su nombre en vano? ¿Santificamos las fiestas? ¿Honramos a nuestros padres? ¿No matamos? ¿No cometemos actos impuros? ¿No robamos? ¿No damos falso testimonio ni mentimos? ¿No consentimos pensamientos ni deseos impuros? ¿No codiciamos los bienes ajenos? Aunque parecen diez líneas rectas, cada mandamiento tiene más de una curva. Nadie los cumple en su totalidad porque nadie es perfecto. Y, a su vez, nadie es perfecto porque para ello tendría que ser un reflejo exacto de Dios. Cosa imposible.

Se lee en la Biblia que cuando Moisés recibió las dos tablas de piedra y bajó del monte tras cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber cosa alguna, «despedía su rostro rayos de luz». La conversación con el mismísimo Dios había hecho que un simple mortal pudiera irradiar algo del brillo que solo él posee. Esa luz divina reflejada en la cara de Moisés es una muy poética forma de describir la conciencia o la sensatez que requiere el vivir en un mundo siempre dispuesto a ponernos a prueba.

¿Qué tan católicos somos? La respuesta a este interrogante está en los hechos, no en las palabras.

@catalinarojano