Al entrar en la impactante bóveda de la Capilla Sixtina, puede que muy pocos adviertan, más allá de la magnificencia de sus frescos, las inclinaciones sexuales de su creador. Por encima de todo, el arte es arte. Los que van a verla admiran su belleza sin objeción o reparo alguno sobre la sexualidad de quien les dio vida a muchas de las obras más bellas de la historia: Michelangelo Buonarroti. La capilla más grande del mundo está llena del espíritu de Miguel Ángel, un genio que antes de ser eso fue un hombre, uno que amó a otro hombre.
La historia de Miguel Ángel, como la de cualquier ser humano que se sienta atraído o inclinado hacia otro de su mismo sexo, es digna de respeto. Lo que propone Mauricio Toro, autor del proyecto de ley que busca prohibir las terapias de conversión sexual contra la comunidad LGBT, es apenas necesario para garantizar la dignidad, la salud y la vida de quienes a diario son víctimas de la homofobia y de otras formas de aversión en un país donde la gente juzga con más vehemencia el ser homosexual que el ser corrupto… un país donde la moral funciona como un vulgar comodín que toma valor a conveniencia del jugador.
Absurdamente, el representante a la Cámara fue recusado esta semana por un ciudadano que hace ciberactivismo con enfoque religioso y que argumenta que, por la homosexualidad manifiesta del congresista, «el proyecto solo beneficia a las personas diversas como él y no establece los mismos estándares de protección a personas heterosexuales». Es esta una pavorosa muestra de la intolerancia, del egoísmo y de la falta de empatía que existe en Colombia.
Ya otros países como Francia, Chile y Canadá han dado el paso hacia la prohibición de ese tipo de actividades de corte oscurantista e inquisidor. Es increíble, pero lamentablemente cierto, que aquí ni siquiera se pueda entrar a debatir leyes que favorezcan a una comunidad que desde hace décadas solo pide comprensión y respeto por lo que representa. Y para comprender y respetar no es necesario convertirse en gay, lesbiana ni transexual. Basta con ser una persona, en esencia, humana.
La homosexualidad no es un demonio. Tampoco una enfermedad. No podemos avanzar como seres pensantes si nos negamos a ser lo que realmente somos, y menos si les negamos a los demás el derecho a ser como son. Apoyo con la cabeza y con el corazón la creación de una ley que proteja a las personas LGBT de la locura de proporciones inimaginables que representan las llamadas “terapias de conversión sexual”, las que intentando exorcizar o matar al “demonio del homosexualismo” que supuestamente llevan los gais por dentro destruyen la vida de seres inocentes que no tienen ninguna culpa ni merecen ningún castigo por ser como son.
Lo anormal no es ser homosexual. Lo anormal es creer que solo hay una forma válida de expresión de la sexualidad y de la identidad de género. Los que sí necesitan una terapia de conversión son los que promueven prácticas que aniquilan la individualidad; pero no una terapia de odio, sino de amor, porque de seguro carecen de aquello que a fuerza de torturas les arrebatan a seres que no necesitan ninguna sanación, porque no tienen ninguna enfermedad.
@cataredacta