Los estudios de campo que miden las preocupaciones públicas evidencian que la inseguridad lidera el ranking de las inquietudes nacionales. El miedo se ha apoderado de nuestras calles. Es difícil encontrar un noticiero que no abra sus emisiones con hurtos, extorsiones, agresiones y homicidios. Los ciudadanos empiezan a tener la percepción de que las autoridades están desbordadas por la delincuencia. Incluso la alcaldesa de Bogotá levantó su voz hace pocos días pidiendo resultados y acciones. El desespero de todos parece ser la nota preponderante en esta materia.
Es importante decir que la seguridad es el punto de partida de muchos otros derechos. Son numerosos los derechos que pierden su razón de ser ante la inseguridad. Comenzando por el derecho a la vida, que es la base y el fundamento de cualquier otro derecho. La vida es el derecho fundamental por excelencia. Si hay vida, entonces se puede pensar en el cuidado de esa vida, en la formación de esa vida, en la calidad de esa vida y en un largo etcétera de derechos que dignifican esa vida. Hoy, ese derecho a la vida está en riesgo y así lo sienten los ciudadanos.
No hay nada más corrosivo para cualquier existencia que el miedo, la incertidumbre, el desasosiego, el sentido de amenaza permanente y la ansiedad cotidiana que eso genera, con sus respectivas consecuencias en la estabilidad mental y en la calidad de vida de las personas. Este estado de cosas requiere la acción contundente y concertada de todo el Estado. En esta materia no puede haber ambigüedad ni mensajes imprecisos y difusos. La ambigüedad es interpretada por la delincuencia como una oportunidad para delinquir. En este campo, los mensajes gubernamentales deben ser claros, sin rodeos y convocar a la unidad de toda la institucionalidad.
En mis recorridos como Defensor del Pueblo por el territorio nacional me encuentro con la incertidumbre de la población, la impotencia de las autoridades regionales y la frustración de la fuerza pública. Esa mezcla emocional es insostenible. El orden público es una responsabilidad institucional que no se puede eludir. La tranquilidad pública no es un propósito aspiracional, sino un derrotero por el que la institucionalidad debe trabajar de forma permanente. La tranquilidad es lo que permite que la vida de los ciudadanos se encauce de forma creativa, productiva, recreativa y constructiva. La intranquilidad no trae nada bueno. Los lugares con presencia de grupos delincuenciales de cualquier naturaleza ahuyentan toda posibilidad de progreso y bienestar.
No podemos acostumbrarnos a la delincuencia, no se puede vivir en medio del miedo y la incertidumbre. Las familias no merecen eso. No hay padre de familia que no se sumerja en un estado de preocupación o ansiedad cuando sus hijos salen por la noche. Las redes sociales están difundiendo constantemente rostros de personas que no aparecen o escenas delincuenciales que se propagan por el ciberespacio al frenético ritmo del temor y la perplejidad compartida. Tenía algunas cifras para respaldar las afirmaciones que hago en esta columna, pero luego entendí que sobraban, pues no se necesita probar lo evidente. No podemos seguir en esta situación.
Es urgente que la institucionalidad tome conciencia de este desafío y lo enfrente con las herramientas que le otorga la normatividad. La seguridad no es autoritarismo. No, la seguridad es la base de la tranquilidad, el orden y la convivencia. No puede ser el fruto de una tendencia u otra, sino de cualquier espectro político que pretenda servir a los colombianos. No podemos permitir que la seguridad se politice, porque esa es una de las formas de ambigüedad que aprovecha la delincuencia.
Le pido a las autoridades que asuman su obligación constitucional de velar por la vida, la honra y los bienes de la población. La fuerza pública tiene una misión constitucional que debe cumplirse. Es nuestro deber devolverle la tranquilidad al país. Con tranquilidad, se pueden lograr muchas cosas en beneficio de los demás derechos de los ciudadanos. La demora en esta materia se paga con vidas.