Parecería renacer, en cuerpos ajenos, aquel engorroso asunto llamado el proceso 8.000 que evidenció la manera en que la corrupción penetraba las altas esferas del poder, y lo que es peor, a permitir que se fortaleciera el fenómeno de la impunidad en Colombia. Corría el año de 1995 y ante las acusaciones de que dineros del narcotráfico se habían colado en la campaña electoral que llevó a Ernesto Samper a ser presidente, éste dio una explicación que sería determinante en el devenir político del país. “Los colombianos pueden tener la seguridad de que, de comprobarse cualquier filtración de dineros, su ingreso se habría producido a mis espaldas”. Después, todo es historia. Muchos fueron los privados de la libertad, pero el presidente fue declarado inocente por el Congreso de la República. Las espaldas de Samper, suficientemente anchas como para no dejarle ver la avalancha de dineros del narcotráfico que ya rodaba en las campañas electorales, fueron el siniestro prototipo del modelo que se reproduce cuando estallan los escándalos de corrupción. Después de aquella primera vez, y para eludir responsabilidades, hemos sido testigos de cómo presidentes, expresidentes y altos funcionarios, aprendieron a depositar en esa parte posterior del cuerpo humano que va de los hombros a la cintura, las porquerías que salen a la luz. No saben nada, no ven nada, no oyen nada. Todo sucede en el vasto espacio que impiden ver sus amplias espaldas.

Con el reciente rebose de otra poza séptica que, como todos los engendros que pare la madre patria, fue bautizado oficialmente como Ñeñepolítica, han comenzado a brotar toda suerte de detritos que tienen completamente salpicado al partido de gobierno. Cabe suponer que, también en este caso, el primer recurso utilizado para tratar de encubrir lo que se presume como posible fraude electoral, es negar cualquier vínculo con lo ocurrido. En las archiconocidas interceptaciones telefónicas al “Ñeñe” Hernández, investigado por nexos con narcotráfico, y en lo que parece una negociación para comprar votos en favor del entonces candidato del CD, salieron al ruedo los nombres de Duque y de Uribe. Pese a que hay evidencias de que fueron cercanos, Duque se apresuró a decir que a Hernández lo conocía muy poco y “nunca supe que había investigaciones contra él, y si las hay, que las autoridades las esclarezcan y rápido.” Y en cuanto a Uribe, afirmó “Yo no conocí al “Ñeñe” Hernández ni fui amigo de él”; y una vez que se señaló a una asistente suya como la mujer de la presunta negociación, aseveró que “sería gravísimo, tendría que despedirla y tendría que ponerme a que investiguen todo lo de mi oficina.” Según eso, para ambos todo habría sucedido a sus espaldas. Pues bien, algunas veces esto es cierto, y, en tal caso, son ineptos. Y si bien la ineptitud no es un delito, a ese nivel es imperdonable. Por tal razón, urge encontrar una manera de apartar de sus funciones a los ineptos, por ineptos.

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