Se acabó el carnaval. El privilegio momentáneo y comunal de sentirse en libertad para evacuar el sedimento que reposa en el alma humana, y de paladear aquellos delirios que están vedados en la cotidianidad. Un tiempo en que el jolgorio y la espontaneidad se funden con la censura burlesca y la sátira denunciante, en ejercicio de esa licencia previa al inicio de la Cuaresma que, con el Miércoles de Ceniza como señal de conversión, marca el inicio de un periodo de recogimiento y penitencia.

Si, como dice el adagio popular “quien lo vive es quien lo goza”, los que tuvieron coraje para vivirlo plenamente deben haber emprendido, a estas alturas, el peregrinaje de contrición que conlleva haber realizado una catarsis de esta clase. Se guardan máscaras y disfraces, se apagan las luces de la función, se silencian los tambores, y se aplacan la diversión y la perversión; y, aun cuando “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” -como diría Neruda-, regresamos mansamente a la rutina, bastante descolorida, de la vida diaria. Lógicamente, tras ese viaje colmado de regocijo y desenfreno es inevitable un aterrizaje de barrigazo, es preciso contactar la realidad con un empellón desapacible que nos arroje al escenario acostumbrado y colmado de frustraciones e incertidumbres.

De barrigazo aterriza uno, por ejemplo, cuando regresa al aeropuerto Ernesto Cortissoz. Tras haberse desmontado la parafernalia carnavalera que logró disimular la incomodidad de llegar a una terminal donde todo es “provisional”, queda expuesta nuevamente la precariedad del plan de modernización y expansión del aeropuerto que sirve a Barranquilla, obras con una inversión de más de 340.000 millones de pesos a cargo del Grupo Aeroportuario del Caribe, que determinan lo que será en los siguientes veinte años la operación de la terminal aérea. Pasaron casi cinco años desde que se iniciara un proyecto que, dadas las circunstancias de crecimiento de la ciudad, pasa de ser necesidad a ser urgencia. Sin embargo, y pese al optimismo del Gobierno que promete un seguimiento riguroso para tener listo “un porcentaje significativo” de la obra para la Asamblea del BID del próximo mes de marzo, las quejas de los viajeros aumentan con el paso de los días. Cuando alguien llega a la ciudad que “es un ejemplo para el país” –según dijera el presidente- se topa con un espacio desordenado e incómodo, y ni hablar de lo que vive la persona que lo espera: en un playón de cemento que reverbera bajo el sol no hay forma protegerse de la canícula inclemente, y, como si fuera poco, debe soportar el calor de las máquinas que enfrían la también provisional zona de check in. Se afirmó oficialmente que las demoras obedecieron a problemas con giros bancarios y al pleito por el traslado de una peluquería, no obstante, recientes declaraciones de Aida Merlano respecto a la adjudicación de las obras del Cortissoz, bien podrían significar otro barrigazo monumental.

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