El derecho a la protesta debería reflejar a los pueblos que lo ejercen. El artículo 37 de la Constitución Política de Colombia dice “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente. Sólo la ley podrá establecer de manera expresa los casos en los cuales se podrá limitar el ejercicio de este derecho.” De entrada, la Constitución establece que no es en el impulsivo criterio popular –usualmente permeado por ideologías políticas, por presiones sociales o ignorancia– en el que reposa la potestad para definir los límites de las manifestaciones públicas, sino en la ley, hecha para que el Estado intervenga en caso de ser trasgredidos los límites constitucionales. De entrada pues, son improcedentes los airados comentarios que cargados de pasiones y de afectos se repiten por doquier en contra del paro nacional, porque sin duda en la protesta social yace la esperanza de una patria más justa.
Uno podría entender que un pequeño circulo de la sociedad no tiene motivos para pronunciarse por el cambio; que tiene la vida resuelta, autonomía para educarse y cubrir onerosos planes de medicina prepagada, que sus privilegios económicos no exigen una pensión de jubilación, que no piensa en el costo de la canasta familiar ni de los servicios públicos. Y, aunque cueste comprender tal nivel de individualismo, así transcurre la vida para algunos. También puede uno entender que hay otros denominados wannabe (o wanabí, “persona que quiere aparentar ser otra, imitar actitudes o incluso desear ser otra”) que al ver paulatinamente reducidas sus entradas –y por ende sus salidas– ajustan con disimulo sus preferencias gastronómicas; que sustituyen furtivamente el sigilo del aire acondicionado por el traqueteo del ventilador, que cambian el Chanel N°5 por las fragancias de JLo, y aunque hayan sido embaucados por los fondos de pensiones, prefieren asegurar que en el país todo marcha bien. Sin embargo, existe un inmenso grupo que trabaja incansablemente aunque deba hacer malabares para comer, millones de ciudadanos que asfixiados por un sistema que los empobrece, son usuarios de Eps o de Sisbén, dependientes del Estado en lo referente a educación, a transporte o recreación, y demandan estos espacios para materializar su inconformidad. Y sea Iván Duque el presidente, o Pedro Pérez, frente a la insatisfacción el derecho a la protesta es una opción digna y necesaria. Ahora bien, las convocatorias colectivas no pueden desembocar en infracciones que causen perjuicios a la propia comunidad. Se me ocurre que el derecho a la protesta debería reflejar a los pueblos que lo ejercen, y nada más representativo del caribe colombiano que la tradición de cantar historias para reflexionar. Tal vez en otras regiones del país la violencia sea un legado ineludible, pero la protesta nuestra, coherente con nuestra rica y apacible identidad, debería ser un clamor de rebeldía proclamado entre tambores y lamentos.