Todo sugiere que, como en la antigüedad, la amenaza de la ira de los dioses subsiste en el mundo actual. Desde que existe la humanidad ellos han estado ahí, coléricos, altaneros, impulsivos, dispuestos a castigar a todo aquel que se atreviera a romper el orden establecido. Si bien en el mundo antiguo eran seres intangibles aunque con características propias de la naturaleza humana, desde entonces su inmortalidad fue una razón suficiente para que la impotencia del hombre frente a su condición perecedera ratificara su superioridad. Aun teniendo en consideración que la ciencia registra rastros de experiencias religiosas durante el período paleolítico, se establece que fue mucho tiempo después que las deidades tomaron forma en las múltiples culturas y religiones del mundo, y que hay una coincidencia en la idea de que el hombre se volcó siempre hacia ellas clamando por su destino, su salud y su conciencia espiritual. Esto implicaba que la benevolencia de los dioses debía ser recompensada por los hombres con lealtad y obediencia a sus preceptos, so pena de provocar la ira que el menosprecio a sus ordenanzas es capaz de desencadenar en una divinidad. Es así como la mitología, ya sea griega, egipcia, celta, nórdica, islámica, hinduista o cristiana, está poblada de deidades irascibles consideradas determinantes para el surgimiento de sociedades evolucionadas, no obstante teorías recientes replantean que “la creencia en dioses moralizantes fue una consecuencia, y no una causa, de la expansión de las sociedades humanas” y, por tanto, se estima que estas deidades que establecían valores morales aparecieron en la medida en que las desavenencias de sociedades más complejas requirieron la creencia en un poder superior que lo controlaba todo.
Lógicamente para los hombres, llenos de miedo, fue un lenitivo someterse a aquellos dioses –tan inasibles como ciertos– que con poder sobre los cielos, los mares y la tierra, y dominio absoluto sobre el hombre, tenían autoridad para premiar y castigar. Hasta ahí todo iba bien por cuanto esos ídolos humanoides inmortales, omnipotentes y omniscientes, eran algo más que hombres; de manera que, tanto la ley, como el escarmiento, provenían de instancias superiores como acabaron reafirmándolo tiempo después las grandes religiones monoteístas. La cosa se complicó cuando empezaron a establecerse en la sociedad otro tipo de deidades: mortales que, endiosados, hoy ostentan el poder y deciden guerras, y provocan caos; mortales de carne y hueso que con peleles en parlamentos, en congresos o sillones presidenciales, manejan economías. Violentos que recurren al terror y cuya pobreza emocional y espiritual –contrario a lo que cualquiera esperaría de una especie en supuesta evolución– les impone un prehistórico recurso de dominación como la furia o la explosión irracional. Son los dioses de la ira, en Colombia hay mortales que los aman porque tienen los testículos bien puestos.
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