Bastante significativo que con la reciente expulsión de los exguerrilleros alias el Paisa y Jesús Santrich por parte de la Jurisdicción Especial para la Paz, se haya retomado el uso de la palabra expulsión. Una expresión que está relacionada con el mito de la creación del hombre, donde el Génesis describe con una brevedad perturbadora la sentencia proferida tras la desobediencia de Adán y Eva, que indudablemente ha causado gran efecto sobre la humanidad. “Y lo sacó Jehová del huerto del Edén, para que labrase la tierra de que fue tomado. Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto de Edén querubines y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”. Como es sabido, ambos fueron obligados a salir de allí sin el mínimo derecho a rechistar, y quizá fue en esa escena que la expulsión quedó asociada a una condición trágica de lanzamiento que, sin embargo, en nuestros tiempos solo alude a ser echado del colegio o de cualquier institución.

Señalados por la JEP como “desertores manifiestos” de un proceso pacificador que tiene en ascuas al país, todo indica que la actuación de Iván Márquez, Santrich, el Paisa y todos los que habiéndose integrado al Proceso de Paz decidieron –o decidirán en algún momento– dar la vuelta y, como las cabras, tirar para el monte, va más allá de la desobediencia. Se diría que, pese a parecer actos conscientes de rebeldía, tanto las reiteradas proclamas en favor de la libertad de los oprimidos que han sostenido a los insurgentes en pie de lucha, como el regreso a las armas de los ex jefes guerrilleros de las desaparecidas Farc, son asuntos de obediencia. De una completa sumisión a los íntimos comandos que dominan a los hombres. Porque si bien es cierto que –debido a las modificaciones al texto de lo acordado en La Habana y a los incumplimientos del Gobierno– los exguerrilleros declararon, con razón, que el Acuerdo de Paz había sido traicionado, también lo es que la negación a continuar en un proceso que aunque complejo avanzaba precisamente en beneficio de los oprimidos, en cuanto se refiere a traición, los iguala al Gobierno. Una contradicción que sugeriría que aun teniendo la pretensión de defender la libertad de otros, el hombre no puede librarse de las cadenas de su propia condición. Así las cosas, es una expulsión justificada; una expulsión en su cabal significado, que también debería ser aplicada por la sociedad a los que acostumbran a comer de la manzana prohibida impunemente.

En medio de la incertidumbre progresiva del país, rescatar los significados es quizá una manera de mirar con esperanza hacia delante. Porque, como bien diría el escritor Elie Wiesel al aceptar el Premio Nobel de la Paz en 1986 “Lo contrario del pasado no es el futuro, sino la ausencia de futuro; lo contrario del futuro no es el pasado, sino la ausencia de éste. La pérdida de uno equivale al sacrificio del otro”.

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