Vuelvo al Sur,/como se vuelve siempre al amor,/vuelvo a vos,/con mi deseo, con mi temor./Llevo el Sur,/como un destino del corazón,/soy del Sur,/como los aires del bandoneón.” Nada más inspirador para regresar al Sur de América que evocar la melodía de Vuelvo al Sur, un tango con música de A. Piazzolla y letra de F. Solanas que está inscrito en la memoria latinoamericana. Una canción que, aunque plasma toda la melancolía que marcó a los exiliados durante la última dictadura argentina, es al mismo tiempo una oda a la esperanza del regreso. El deseo, y en este caso el amor, me trajeron nuevamente a Buenos Aires. A su agitado momento político, a sus calles invernales taciturnas y a la vez iluminadas por escandalosa luz. A su gente, que parecería resuelta a sostener eternamente el vínculo entre el pasado y el presente como si de ello dependiera su supervivencia, a su familiaridad, a su predisposición al goce y a la absoluta libertad con que administran sus afectos.

Los miedos cambian de rostro conforme los pueblos atraviesan circunstancias diferentes. El miedo a la recesión, que hoy en día podría considerarse un miedo generalizado en el planeta, ya se había anticipado en la Argentina. Mientras el mundo apenas comienza a experimentar las consecuencias de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, los argentinos llevan largo tiempo capeando la incertidumbre de otra crisis que, de ser especulación, pasó a ser una realidad. En medio de la palmaria belleza de Buenos Aires se percibe el nerviosismo, una molesta sensación, ligada a la angustia que conlleva la conciencia del tiempo que se avecina, de que la historia argentina es una fatal repetición. En una sociedad como la porteña que vive entre la nostalgia y el disfrute, acostumbrada a escenarios bastante extremos, pero también a no darse por vencida, la idea de prepararse para un futuro inestable exige cambios tan drásticos que el miedo y la confusión prevalecen nuevamente. Es comprensible; la amenaza de contracción de la economía que recién empieza a atemorizar a los mercados financieros del mundo, ya es el pan de cada día en el país austral y se ve reflejado notoriamente en los vaivenes de su majestad el dólar.

Y es que, más allá del concepto de dinero como medio de intercambio establecido para comprar y vender bienes, está el valor simbólico del mismo: un valor estrictamente personal vinculado al reconocimiento social y, en muchos casos, a un juicio implacable del valor de sí mismo. De manera que, además de los estragos que infaliblemente produce en la economía mundial una crisis, es obvio que el valor simbólico de una moneda como la norteamericana -el dólar que hoy se presenta tan inestable como inasequible- tenga efectos determinantes sobre el delicado aparato emocional latinoamericano. Por supuesto, con un dólar que en la Argentina ha pasado en pocos días de 45 a 60 pesos, la cosa es aún peor por acá en el Sur de América.