La verdad es que, aunque uno no se dé cuenta, se pasa la vida entera dándole vueltas a la idea de la muerte, hasta el día en que descubre, cualquier tarde de un agosto caluroso, que, si bien puede llegarnos desde arriba, no tiene nada que ver con preceptos divinos sino con contingencias humanas. “La muerte está ahí a lo lejos mientras usted está aquí ocupado con su vida: conduce un automóvil, tiene relaciones sexuales, siente enojo, preocupación, va a la oficina, acumula conocimientos, etc. No quiere morir porque no ha terminado su libro, o porque aún no ha aprendido a tocar el violín. Entonces separa la muerte de la vida, y dice: “Primero comprenderé la vida y después la muerte”. Sin embargo, no están separadas y eso es lo primero que debe entender. La vida y la muerte son uno, están íntimamente relacionadas, no puede aislar una y tratar de comprenderla separada de la otra.” La obra de Krishnamurti, un pensador que se resistió a pertenecer a cualquier religión o ideología, propone la libertad del ser humano ligada siempre al despertar espiritual. Libertad de sufrimientos y de apegos, que es lo mismo. Pues bien, esa idea de la muerte que desde siglos anteriores el budismo había planteado como una liberación de las ataduras provocadas por las emociones -que existen solo en la mente e impiden vivir el presente con plenitud-, se transforma cualquier día, cualquier hora de una tarde calurosa, en una experiencia de despertar espiritual: es la conciencia, como un íntimo saber, de que somos finitos; de que lo único real es el instante presente de la vida.
Una columna de opinión no es un lugar para ventilar experiencias personales, a menos que ellas estén relacionadas con el malestar o bienestar de una comunidad. Por tal motivo, una vivencia particular bastante fortuita, y también aterradora, quizá pudiera servir para llamar a una reflexión. Aquella tarde el azar me había llevado hasta un acreditado almacén contiguo al enorme proyecto llamado Buenavista 3, obra que desde hace largo tiempo hemos visto desarrollarse a paso lento mientras se ha mantenido la actividad comercial a su alrededor. El caso es que, ante la incredulidad de quienes súbitamente comprendimos la belleza de la vida al tomar conciencia de su final insospechado, desde las alturas de la mole en construcción, y en medio de un gran estruendo, una viga se vino abajo hasta el sótano de parqueo precipitándose a pocos pasos de las personas que transitaban por la recién estrenada rampa de acceso. Poco faltó para que hubiera ocurrido una tragedia. Pero lo más preocupante fue observar que minutos más tarde, y una vez el elemento mortal había sido retirado del lugar, ninguna medida de prevención o advertencia, habían sido implementadas para minimizar el riesgo del sinnúmero de ciudadanos que, entre quehaceres y placeres, circulan regularmente por el área ajenos a la amenaza. Algunas veces somos ciudadanos indefensos, de una urbe en desarrollo.
berthicaramos@gmail.com