El término millennials acoge a todos los que nacieron a partir de los primeros años de los 80 hasta mediados de los años 90. Es la generación que hoy, más o menos, tiene entre 25 y 40 años.

A los millennials se les tilda fácilmente de ser malcriados, de creerse con más derechos que obligaciones, de ser egocéntricos y perezosos. Es la primera –pero no la última– generación de hijos sobreprotegidos que siempre han sido el centro de atención. Son muchas veces hijos únicos, impacientes, que desde pequeños les han dicho que son especiales y que lo más importante no es competir, sino participar. Es la generación que irrumpió con las medallas de participación, del wifi gratis y del bufé ilimitado. Es la primera generación del poco esfuerzo y de la inmediatez que con un solo clic recibe cualquier tipo de objeto o servicio deseado. Los millennials ven al trabajo como una tarea que debe ser placentera y que solo es pertinente y apasionante si el impacto que genera es rápidamente tangible.

Pero la realidad no es toda color de rosa. A los millennials se les acaba su “Disneyland” cuando se enfrentan al mundo real de las anteriores generaciones. Es, por tanto, una generación que ha tenido dificultad para integrarse en la vida profesional, precisamente porque no entiende el trabajo como un sacrificio o una disciplina como sus mayores. El resultado de este choque generacional es el aburrimiento, la inestabilidad, la frustración y la falta de autoestima, lo cual conlleva a ciclos de depresión empeorados por las redes sociales. Así las cosas, los millennials tienden a tener relaciones personales conflictivas y lacónicas. Sus interacciones amistosas, familiares y amorosas tienden a ser construidas de manera superficial y a distancia.

Desde la conquista amorosa por ICQ, Messenger, Facebook o WhatsApp, hasta la unión familiar, se materializan mediante el uso de la tecnología donde los emoticones traducen sentimientos impersonales y distantes. No es que los millennials no sepan interactuar físicamente, es que tienen más dificultad en hacerlo frente a sus antecesores.

Pero no todo es negativo, los millennials tienen una gran vertiente positiva: parecen tener más valores morales. No es una caricatura. Para muchos millennials cualquier acción tiene que poseer un valor moral. Desde la compra de productos y servicios con estándares sostenibles con el medio ambiente y los derechos humanos, hasta la participación en economías solidarias que producen mayor bienestar. Para ellos el concepto de propiedad no es primordial: las cosas no se adquieren, se alquilan mientras se usan. Es la generación de la uberización de la economía, de los productos personalizados a partir de un comercio abierto y sin intermediarios, de la financiación colectiva (“crowdfunding”), de la economía cooperativa (“sharing economy”) y de valorar más las experiencias que las pertenencias. Pueden ser más apolíticos que sus mayores, pero son más éticos. Viajan más, toleran más la diferencia y observan a la multiculturalidad como una riqueza. Ven en la corrupción y la falta de democracia el origen de todos los males. Repudian a los extremos ideológicos, son más conciliadores y no ven a la política como el único medio que genere cambio social.

@QuinteroOlmos