Con profunda tristeza este servidor recibió la noticia relacionada con el acuerdo que alcanzaron los actuales accionistas de EL HERALDO para vender el 100% de su participación a un poderoso grupo económico del interior del país, igualmente propietario de otros medios. Que la Costa Atlántica se quede sin el que con justicia fue llamado el diario más importante de la región no debería alegrar a nadie. El que una ciudad que se vanagloria pomposamente de ser polo de desarrollo nacional no sea capaz de sostener un medio local con la tradición y arraigo que EL HERALDO tiene es un muy mal síntoma. Algo, o mucho, no se hizo bien.

Como se sabe, los medios tradicionales se vieron obligados a cambiar tanto sus modelos de negocios como sus maneras de relacionarse con la audiencia en la medida en que la tecnología digital rompía con esquemas lineales y empezaba a permitir que el ciudadano encontrara y consumiera información por vías antes inexistentes. El periodismo, más que nunca, empezó a percibirse mayormente como tributario del poder y no como representante autorizado de la sociedad.

Algunos medios y empresas periodísticas lo entendieron y se adaptaron. Otras no. En el caso de EL HERALDO, y no creo que nadie deba molestarse por decir lo que es de público conocimiento, la falta de cohesión y objetivos comunes de las familias aún propietarias generaron fracturas internas que permearon la sala de redacción. A lo anterior, y es menester decirlo, toca sumar la falta de claridad editorial con que el medio afrontó el que uno de sus accionistas fuera candidato y luego electo alcalde de la ciudad. Alguien podrá decir que los recursos por publicidad que no llegaron en los últimos años del sector público por el claro conflicto de intereses afectaron las arcas y condujo a la venta; pero otros consideramos que peor le fue al activo periodístico en el imaginario del lector que extrañaba, y extraña, análisis profundos y equilibrados sobre la realidad local más allá de la foto en la inauguración de la obra o el replicar de un boletín de oficina de comunicaciones públicas. Afrontemos las cosas como son.

Y si hablamos de afrontar, lo que viene pinta espantoso. Lo que hacen los Gilinski con El País de Cali y con la revista Semana es un compendio de todo lo que el periodismo no debe ser. Volvieron a sus medios parlantes de sus intereses y sus odios.

Escribo con la tranquilidad que me dan los casi 13 años de columnas sin haber recibido nunca una llamada o una insinuación para cambiar una letra. Eso, en medio del desasosiego, lo valoro y aprecio con enorme gratitud.