La vieja esa”, “con esos hptas no se puede” fueron expresiones que causaron malestar en la sociedad porque estuvieron dichas en momentos, lugares y formas no adecuadas. Tenemos que cuidar las palabras si queremos construir relaciones inter-personales marcadas por el respeto y la solidaridad. Jerome Bruner nos recuerda que “El lenguaje impone necesariamente una perspectiva en la cual se ven las cosas y una actitud hacia lo que miramos. No es solo que el medio es el mensaje. El mensaje en sí puede crear la realidad que el mensaje encarna y predisponer a aquellos quienes lo oyen a pensar de un modo particular con respecto a él”.
Por eso no podemos decir cualquier cosa en cualquier momento, necesitamos pensar bien lo que vamos a decir, reconociendo quiénes somos, en cuál lugar estamos y qué efecto pueden tener nuestras expresiones. Estamos en la moda del desenfado, de la espontaneidad que termina confundiéndose con el irrespeto y la irresponsabilidad. Hay que cuidar las palabras. Lo cual implica saberlas elegir bien y, sobre todo, saber qué significan. A veces, tengo la impresión que algunos repiten “eslóganes”, “frases de cajón” sin tener claridad de lo que están diciendo cuando las dicen. También hay que cuidar a los otros y entender que solo así podremos asumirlos como verdaderos interlocutores con los que podríamos construir consensos.
Porque, como enfatiza Bruner, “si estamos discutiendo sobre "realidades" sociales como la democracia o la igualdad o, incluso, el producto bruto nacional, la realidad no reside en la cosa, ni en la cabeza, sino en el acto de discutir y negociar sobre el significado de esos conceptos. Las realidades sociales no son ladrillos con los que tropezamos o con los que nos raspamos al patearlos, sino los significados que conseguimos compartiendo las cogniciones humanas”. Y claro ¿cómo construir consensos si despreciamos al otro, si lo creemos incapaz, si estamos seguros de que lo asisten las peores intenciones y que lo mejor sería eliminarlo? No le tengo miedo a los debates como intercambio de ideas, de argumentos, entre quienes quieren aprender, aportar, construir, pero sí le tengo pánico a los dueños de la verdad que solo saben imponer sus dogmas y exigen que su interlocutor asienta obedientemente so pena de ganarse los peores insultos.
En una democracia necesitamos debatir más, pero también, respetarnos más. Olvídense que unos son buenos y otros son malos, que unos son honestos y los otros son corruptos, que unos tienen la razón y otros son “brutos” que nada entienden. Si pensamos eso, seguro no cuidaremos las palabras y seremos capaces de matar con ellas, de untarlas con odio y veneno esperando destruyan al otro. Aquel con quien discutimos es uno como nosotros, con errores, pero con aciertos, con dudas, pero con claridades, con incapacidades, pero con potencialidades y triunfos. Si no lo reconocemos así, considero que estamos perdiendo el tiempo en el debate. El diálogo es una negociación constante de sentido. “Es que una cultura se está recreando constantemente al ser interpretada y renegociada por sus integrantes. Según esta perspectiva, una cultura es tanto un foro para negociar y renegociar los significados y explicar la acción, como un conjunto de reglas o especificaciones para la acción” (Bruner). Necesitamos menos dogmatismos y más preguntas; menos palabras “trompá” y más palabras caricias; más argumentos y menos insultos. Sin madrazos.