En una democracia pluralista, las convicciones personales, religiosas, filosóficas o políticas, son parte legítima de la vida pública. Nadie, por pertenecer a un credo, está excluido del derecho a participar en los asuntos comunes. Pero es distinto cuando quienes se presentan como autoridades espirituales intentan gobernar desde su investidura religiosa, como si sus decisiones no fueran discutibles, sino reveladas.
Colombia, con profundas raíces religiosas, ha consolidado un marco constitucional que protege la libertad de culto y la separación entre Iglesia y Estado. Las iglesias, en su gran mayoría, han sido muy importantes en la historia social del país, acompañando a comunidades marginadas y supliendo, en muchos casos, ausencias del aparato gubernamental. No se puede desconocer su impacto. Pero tampoco ignorar que muchas gozan de exenciones fiscales bajo el supuesto de que no intervienen en política, aunque algunas lo hacen activamente desde los púlpitos y ahora también desde cargos ministeriales.
Más allá del debate tributario, lo que debe preocuparnos es el riesgo de que líderes religiosos con funciones públicas pretendan convertir su fe en norma general y su moral en política de Estado. La democracia no puede tolerar que se invoque a Dios para justificar decisiones absurdas ni para clausurar el debate. Cuando esto comienza a suceder, ya no se gobierna como ciudadano, sino como profeta.
Lo anterior no es solo un problema simbólico; es una amenaza a los principios democráticos. La función pública no se ejerce desde un ambón, ni el gabinete es una congregación. Los funcionarios no están llamados a salvar almas, sino a servir a toda la ciudadanía, creyentes y no creyentes, conservadores y progresistas, con base en la razón, la evidencia y la ley.
La historia ha demostrado que, cuando se mezcla religión con poder, los riesgos son altos. Surgen lealtades que no son racionales, sino dogmáticas; el disenso se vuelve pecado y la crítica, herejía. El debate político, que debería sustentarse en argumentos y deliberación, se transforma en cruzada moral, donde disentir se convierte en amenaza.
Este riesgo no es teórico. América Latina ofrece múltiples ejemplos en los que la religión se ha usado como plataforma de poder: a veces para resistir, como en la teología de la liberación; otras, para someter, como en regímenes que justificaron abusos con bendiciones eclesiásticas. Hoy enfrentamos una nueva versión: el ascenso de liderazgos que, presentándose como sujetos con superioridad moral, ocupan estructuras del poder civil con una supuesta asertividad divina incuestionable.
Peor aún, esos personajes se creen ungidos, y suelen pretender ser tratados como figuras excepcionales, casi intocables, amparados en esa supuesta condición sobrenatural que los haría más puros o más idóneos. Pero no lo son. Un pastor en el gabinete no es mejor ni peor que un profesor, un abogado o un campesino. Es, como todos deberíamos saberlo, un ciudadano, y debe ser evaluado por sus decisiones, no por su fe.
La democracia necesita individuos de carne y hueso, no intermediarios entre el cielo y la tierra. Requiere argumentos, no revelaciones; pluralismo, no moral única. Si iglesias y pastores desean participar en política, deben hacerlo con todas las consecuencias: sin privilegios fiscales, con sujeción al control público y, sobre todo, sin hablar por Dios. Solo por sí mismos.
@hmbaquero