He insistido en diferentes columnas en hablar en primera persona, en dedicarnos más tiempo a nuestras vidas que a activar el opinometro para meternos en la vida ajena. También se que hay suficientes temas políticos, económicos o sociales altamente críticos de los cuales, podría hablar. Sin embargo, prometo hablar de dichos temas en próximas semanas, porque hoy he decidido hablar de mí con intención de hacer pedagogía.

Hablaré de la rarita ochentera que naciendo en un lugar culturalmente activo, de amplios escenarios de jolgorio y carnavales, prefería la lectura, la soledad y el más mínimo contacto físico con las personas.

La rarita que se salvó con la poesía, la declamación, el deporte y los monólogos (amplificados) sobre ocurrencias atípicas para una mente infantil que no alcanzaba los 10 años, desde siempre sospeché que yo tenía algo diferente, fui creciendo y haciéndome más consciente de ello, entonces escogía lecturas densas sobre psicoanálisis que a los 14 o 15 años no es que se digiera fácilmente, el resultado, fue decidirme por estudiar psicología clínica.

Entrar a una facultad de Psicología Clínica implica hacer – identificación proyectiva – en casi todo, porque ese es el primer encuentro con nuestros propios – rayones – con nuestras angustias, incertidumbres, rarezas y cuestionamientos, aunque suene crudo, me lo disfruté porque era algo excitante, una experiencia casi religiosa con vestido de academia.

Con esta columna quiero invitar (como lo he hecho muchas veces) a que sigamos sanando prejuicios y discriminaciones, que respetemos lo que no se nos parece, lo diferente a lo que consideramos – normal o aceptable – yo personalmente, doy gracias a mi familia, a mi colegio de infancia, a mis profesores universitarios (que me supieron pescar) que entendieron mis habilidades y diferencias, que las supieron potenciar y en estos momentos puedo reconocer que la literatura, el teatro, las artes en general me sanaron y salvaron. No todos corren con esa fortuna, muchos raritos y raritas terminan encerrados y aislados, frustrados y violentados, olvidados en la memoria social.

Era impensable hablar de atenciones especializadas de neurólogos, otorrinos, fonoaudiólogas, ortopedistas o psiquiatras. Imagínense un niño autista en los 80 ¿Creen que alguien lo entendería? Era casi imposible, es más no se sabía que era eso del autismo y a la fecha se sabe poco y se continúa cargando más con imaginarios sociales que con datos verídicos, eso por poner un ejemplo, entre tantos diagnósticos que pueden existir.

En definitiva, es importante que dejemos de llamar – rarito o rarita – a quien tiene comportamientos diferentes, originales o atípicos; que comencemos a entender que todos y todas tenemos capacidades múltiples y diversas, lo cual, nos convoca a abrirnos, a flexibilizarnos y a ser incluyentes. Si ese fuera el camino que escogiéramos como ciudadanía, sistema educativo, familias o cultura, tendríamos el mundo polinizado de – genialidades – porque en cada rarito hay un universo de opciones maravillosas, de inteligencias, creatividades o poderes infinitos.

Lo dice una de esas raritas que solo en la adultez y por responsabilidad afectiva con ella y con su entorno, descubrió un diagnóstico que explicaba muchas cosas que antes eran incompresibles (sobre todo para ella misma) ahora bien, un diagnóstico no debe ser un dictamen lapidante, sino por el contrario, como lo fue en mi caso una oportunidad de seguir despertando y descubriendo formas únicas de existir.

Soy la rarita, puedo decir que la rarita exitosa, atrevida, determinada que ningún espectro le ha detenido y que busca diariamente pintar con mil colores hasta el más fúnebre sentimiento. Más inclusión, cero discriminaciones. Vivamos las raritas.

@facostac