Como no tuve la oportunidad de escucharlo en vivo, los médicos trabajamos más de lo que nuestro gobernante cree, tardé un poco en darme cuenta de que lo que realmente me impactó del debate Gaona vs. Montenegro no fue el contenido, sino la reacción colectiva que éste desató: una mezcla de celebración, júbilo y hasta epifanía frente a lo que, en realidad, no debería ser más que el estándar mínimo en una democracia saludable. Ver tanta admiración porque alguien argumenta, porque expone razones, porque construye una línea de pensamiento sin recurrir al grito fácil ni al dogmatismo de las redes sociales, realmente me sorprendió. ¿Cómo llegamos al punto de considerar excepcional lo que debería ser simplemente normal?
En una sociedad saludable, argumentar con respeto, hilando datos, contexto y consecuencias, no debería provocar fascinación ni idolatría. Debería ser el estándar. Ese tendría que ser el tono cotidiano del Congreso, de los medios, de los cafés y de nuestras discusiones de sobremesa. Pero no. Nos acostumbramos a las frases cortas, a la suspicacia fácil, a los filtros burbuja que nos devuelven exactamente lo que queremos oír. En esta nueva realidad, cuando alguien se toma el trabajo de argumentar, incluso con fallas o excesos, nos parece un ser superior, un iluminado. No porque lo sea, sino porque gran parte del entorno ha empobrecido tanto su capacidad de esgrimir razones, que una chispa de orden lógico nos parece fuego divino.
Por desgracia, en medio de esa degradación, pasamos casi sin advertirlo de lo serio, de lo vital, incluso, para el futuro del Estado, a entregarle toda nuestra atención y credibilidad al “ojo de loca”, como si la expresión caprichosa de una intuición o el efecto viral de una frase pintoresca sustituyeran el juicio informado de un profesional calificado. Vemos a alguien proyectar escenarios posibles sobre el futuro político de una figura pública y, en lugar de reconocer análisis, inferencia y síntesis, lo llamamos “vidente”. Como si la capacidad de leer la realidad con base en patrones, hechos y contexto fuera una especie de poder místico, y no un ejercicio elemental del pensamiento crítico. Así de bajo hemos caído. Con razón la sociedad se ha tornado tan frágil y tan maleable.
Más preocupante aún fue constatar que la mayoría de los comentarios y reacciones al debate no giraban en torno a lo discutido: los límites del poder, el rol del legislativo, la importancia del equilibrio institucional. No. Lo que dominó fue la lógica binaria de la victoria: “ganó el mío”, “lo trituraron”, “le dieron una paliza”. Como si se tratara de un clásico dominguero y no de un ejercicio deliberativo sobre las estructuras que sostienen nuestro Estado de derecho. Importa poco si alguien defendió al Congreso como poder autónomo o si cuestionó con razones la delegación legislativa: lo que muchos celebraron fue el espectáculo, no el contenido.
Y es ahí donde reside el mayor peligro para nuestro orden constitucional. Porque esta renuncia al debate y al análisis, esta rendición ante la emocionalidad, la desinformación y la simplificación, es el terreno fértil que aprovechan los populistas, los polarizadores profesionales y los arquitectos de la posverdad. Ellos no necesitan convencer con argumentos, solo necesitan captar atención, dominar el relato y presentarse como salvadores ante un público que ha dejado de exigir rigor. Si permitimos que esa lógica se imponga, no solo empobrecemos la conversación pública: debilitamos las defensas de nuestra democracia. Y entonces no habrá debate que valga: solo ruido, manipulación y votos mal orientados. Ese es, quizás, nuestro mayor riesgo como sociedad.