Una niña de apenas cuatro años salvó, con su voz, a otros niños del silencio. Y lo hizo gracias a una madre que no dudó en escucharla. El caso que hoy estremece al país, ocurrido en un hogar del ICBF en Bogotá, que no solo expone una tragedia que jamás debió ocurrir; también revela el poder transformador de creerles a nuestros hijos.

Margie Espinel, una madre joven, valiente y decidida, notó que su hija ya no quería volver al jardín. Pudo pensar que era solo un mal día, una rabieta más, o el cansancio de una semana larga. Pero no. Esa mamá decidió detenerse, mirarla bien, y hacer lo más valiente: prestarle atención de verdad. Su decisión de confiar en su hija, de acudir al jardín y alzar la voz, no solo permitió que se abriera una investigación, sino que puso al descubierto un patrón de abusos presuntamente cometidos por Freddy Castellanos, hoy capturado por la Fiscalía.

El gesto de Margie no es solo una denuncia. Es un acto de amor radical. Porque amar a un hijo no es solo cuidarlo, es también creerle cuando el mundo duda, acompañarlo cuando no sabe poner en palabras lo que siente, y convertirse en su voz cuando la suya no alcanza. Esta historia es un recordatorio urgente: los niños sí hablan, sí advierten, sí dan señales. Pero somos los adultos quienes debemos saber leerlas, sin minimizar ni justificar lo que nos incomoda. En un mundo lleno de distracciones, donde muchas veces se delega la crianza en pantallas o terceros, hablar con los niños se vuelve un acto revolucionario. Escucharlos sin juzgar, darles herramientas emocionales para expresarse, y enseñarles que pueden contarnos lo que les duele, es una de las mejores formas de protección.

Lo más doloroso es que todo esto pasó en un lugar que debía ser seguro. Un jardín infantil del ICBF, donde cada niño debería encontrar cuidado, terminó siendo un sitio de miedo y silencio. Lo más desgarrador es que muchos de esos padres dejaron a sus hijos allí porque tenían que salir a trabajar, con la esperanza de darles un futuro mejor. Confiaron en que estarían protegidos mientras ellos luchaban por el sustento diario. ¿Cómo se explica entonces que alguien con alertas previas siguiera trabajando con pequeños? Las familias entregaron lo más valioso que tienen y recibieron a sus hijos con huellas imborrables.

Las instituciones deben responder, claro está, con rigor, protocolos claros y cero tolerancia. Pero nada reemplaza la mirada atenta de un padre, ni la seguridad que siente un niño cuando sabe que será escuchado sin miedo. Gracias a una niña que habló y a una madre que la escuchó.

@CancinoAbog