La destacada antropóloga Nina S. de Friedemann, en su estudio Carnaval en Barranquilla, señala que las carnestolendas de Joselito reclaman como fecha de iniciación el año de 1876. De ser así, nuestra fiesta más representativa estaría cumpliendo ciento cuarenta y nueve años. Lo cual significa que se halla en la más tierna infancia, pues, como fenómeno cultural, el carnaval hunde sus raíces en un tiempo de dioses primordiales, protectores de la agricultura y los rebaños. Claro, este pretendido comienzo, no sería otra cosa que la muy afortunada articulación de antiquísimas tradiciones grecolatinas con una gama miscelánea de festividades populares de extracción campesina, que arribaron a Curramba en tiempos en los que por el cauce del Magdalena lo único que caminaba era el agua.
«Lo interesante del carnaval barranquillero —sostiene la autora de Herederos del jaguar y la anaconda— es el hecho de que los perfiles de su origen occidental sigan siendo la estructura básica sobre la cual se desenvuelve la fiesta: un ámbito de clases sociales diferenciadas, donde se destaca el culto a un personaje-símbolo, ritos de propiciación, entrega a la diversión, disfraces, máscaras y comparsas, vehículos para desfilar, batallas de flores, chorros de agua, confetis o sustitutos de él, como polvillos de colores o harinas, y la participación callejera de una multitud heterogénea entregada al desenfreno en expresiones variadas».
Ahora bien, si algo queda claro en estos primeros ciento cuarenta y nueve años del Carnaval de Barranquilla, es que «nunca nadie dirá la última palabra mientras la fiesta exista». Es decir, en tanto su influjo creativo se resista a la producción de objetos culturales en serie, «prefabricados», previsibles y convencionales. En este sentido, lo que distingue al Carnaval de Curramba es, justamente, su capacidad de sintetizar, de innovar sobre una partitura occidental fija, de improvisar a partir de un patrón establecido, de quebrar sus propios límites con base en la inagotable creatividad de sus verdaderos hacedores. Los mismos que han forjado, con el tesón de las entrañas, su música inigualable, sus máscaras y danzas legendarias, sus disfraces tradicionales, su diálogo transculturador con Europa, con las tradiciones africanas y prehispánicas, con los ritos del cristianismo primitivo.
En términos generales, la visión carnavalesca del mundo supone un nuevo sistema de relaciones intersubjetivas. El carnaval crea una comunicación fluida, libre de restricciones, etiquetas o reglas de conducta. Es el tiempo de la profanación, de la lógica al revés, de la parodia, de la ambivalencia, de la burla y el sarcasmo, de la aniquilación de las diferencias.
En sus orígenes, sus rasgos principales implicaban la abolición de las jerarquías, los privilegios, las reglas, los tabúes. Hoy, cuando ya no se corona al «Rey de burlas», un carnaval sin dientes se pliega con humildad al calendario católico y las reinas del carnaval brotan en «dinastías» de los clubes sociales, las cosas parecen haber cambiado un poco…