Hace unas cuantas madrugadas, mientras caminaba en el malecón, un súbito golpe de brisa bajo la luna me hizo evocar un olor del pasado, un olor indescifrable, valdría la pena aclarar. No le puse mucho cuidado al asunto, preocupado como estaba por la escogencia de un tema adecuado para mi columna del viernes, uno que se alejara del grotesco y senil espectáculo de matonería neonazi que domina por estos días la agenda informativa.

Sobra recordar que el olfato es un sentido sofisticado, que enriquece nuestra relación con el mundo, y nos permite además viajar en el tiempo. «Huele a pasado», me dije. Antes, hasta el tiempo tenía su olor característico. Unos meses olían a comida, otros a licor, algunos a pintura fresca, a fogón de leña, otros a colbón, a papel de cometa, a madeja de nailon, a pita curricán. Enero, que ya termina, olía a cuadernos, a borrador de nata, a salón de escuela, a sacapuntas, a perfume de maestra de la vieja guardia, de esas que decían «arriba, al frente, a los lados».

Ahí, quizá algo somnoliento, extasiado en la contemplación de las aguas impuras del Karacalí, percibí también el olor en un cuento de Cortázar: «Como sueño era curioso —recordé en voz alta— porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían».

«Huele a guerra», me dije, por alguna razón que no alcancé a comprender, tratando en vano de deshacerme del olor y de tocar como el personaje el puñal de piedra atravesado en mi ceñidor de lana tejida.

Y si vamos a hablar de olores, razoné, podría evocar a Homero, a José Arcadio, el primogénito de los Buendía, que siguió buscando toda la noche a Pilar Ternera en el olor de humo que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido literalmente debajo del pellejo. «Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a tocar y a decirle qué bárbaro». Siguiendo con Gabo podría, incluso, recordar que al doctor Juvenal Urbino el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados.

«Graham Greene —dijo Gabo— resolvió ese problema literario de un modo muy certero: con unos pocos elementos dispersos, pero unidos por una coherencia subjetiva muy sutil y real. Con ese método se puede reducir todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida».

Eso es —me dije—, a eso huele el río, a guayaba podrida…