En días recientes, una sentencia de la Corte Constitucional ha generado titulares polémicos y reflexiones profundas sobre la legítima defensa en el contexto de las mujeres víctimas de violencia de género. Esta decisión, con ponencia del honorable magistrado saliente Antonio José Lizarazo, no solo recalca la necesidad de incorporar el enfoque de género en los procesos judiciales, sino que desmiente interpretaciones erradas sobre los requisitos de la legítima defensa.

Primero, es crucial aclarar que los elementos tradicionales de la legítima defensa que son la protección de un derecho propio o ajeno, la proporcionalidad, y la existencia de una agresión actual o inminente, no han sido modificados por esta decisión. Sin embargo, el caso plantea un punto de inflexión: ¿Cómo debe entenderse la “actualidad” de la agresión en contextos de violencia sistemática y prolongada? El caso específico involucra a una mujer condenada por homicidio, a quien se le reconoció el atenuante de intenso dolor debido a años de maltrato físico y psicológico.

La Corte Constitucional, al revisar su tutela, instó a que la decisión se reevalúe desde una perspectiva de género, subrayando que una agresión constante, como la sufrida por muchas víctimas de violencia intrafamiliar, puede considerarse “actual” en términos jurídicos. Este enfoque, aunque revolucionario, ha sido malinterpretado por algunos sectores y sobre todo medios de comunicación, como una relajación de las exigencias legales.

Lejos de permitir excesos, esta perspectiva responde a realidades ignoradas por la tradición jurídica. Una mujer sometida a maltrato continuo no enfrenta un peligro que se limita a momentos específicos; su vida y dignidad están bajo amenaza constante. En ese contexto, la legítima defensa no solo es un derecho, sino una medida desesperada para salvaguardar su existencia. Ejemplos cotidianos ilustran la necesidad de flexibilizar nuestra interpretación de la legítima defensa. Pensemos en una mujer de 65 años que, sin más opciones, utiliza un arma para repeler un ataque sexual en su propio hogar. ¿Es justo exigirle que espere pasivamente a que el daño sea irreparable para actuar?

Lo mismo aplica al caso de una madre cuya vida y la de sus hijos están bajo amenaza constante. No se trata de justificar el uso indiscriminado de la fuerza, sino de reconocer que las circunstancias pueden hacer que la agresión sea continua, aunque no siempre visible para el ojo inexperto. La sentencia también sirve como recordatorio de que el sistema de justicia debe analizar las conductas de manera contextualizada, reconociendo las desigualdades de poder y los patrones de violencia estructural.

Incorporar el enfoque de género no implica alterar las normas, sino aplicarlas de forma justa y consciente de las vivencias de quienes enfrentan riesgos extremos en silencio. La legítima defensa, en este marco, no pierde su esencia, sino que amplía su alcance para proteger vidas en situaciones límite. Una tarea pendiente para el sistema judicial es asegurar que este enfoque no sea visto como una excepción, sino como un avance hacia la equidad en la justicia penal.