Es posible comenzar esta columna, digamos, por «El hacedor», la breve viñeta que da título a uno de los más espléndidos libros de Borges. En esta página notable se retratan dos momentos esenciales en la vida de Homero, considerado por el autor argentino como el arquetipo por excelencia del creador literario. En primera instancia, el texto retrata una especie de aventurero sobre quien resbalan las impresiones del presente, «momentáneas y vívidas». Una suerte de guerrero, cuya audacia se funda en el coraje y la cólera, y que “una vez fue el primero en escalar el muro enemigo. Ávido, curioso, casual, sin otra ley que la fruición y la indiferencia inmediata”.
Cuando sobreviene la ceguera, se abre paso un vertiginoso e interminable descenso a la memoria. Este segundo momento es, en realidad, el que le interesa. El instante preciso en que la ceguera enlaza los destinos de un griego hacedor de fábulas y un argentino tejedor de sueños; en que el griego, o los griegos que asociamos con ese nombre, consigue sacar de aquel vértigo un par de recuerdos perdidos que relucen como monedas bajo la lluvia. Pero más allá de las circunstancias, de los recuerdos, del puñal, de la mujer, lo que el Homero de Borges persigue, lo que anhela con intensidad, es el sabor vivo e inequívoco de ambos momentos.
Años después, en El oro de los tigres, Borges incluye una prosa breve titulada «Los cuatro ciclos», donde sostiene que el supremo hacedor de historias, el que entreteje desde siempre las narraciones que han embelesado a los hombres, solo dispone, en realidad, de cuatro hilos perdurables: el de una guerra, el de un regreso, el de una busca y el de un sacrificio. De este modo, el humilde aporte del más original de los autores consiste, apenas, en imprimir un nuevo giro a alguna de las cuatro tuercas ancestrales. Lo interesante es que atribuye a Homero dos de las cuatro narraciones arquetípicas: la historia de una guerra y la de un regreso. En otras palabras, las historias de Aquiles y de Ulises.
Décadas antes, en Discusión, había publicado «Las versiones homéricas», ensayo donde se vale de un análisis comparativo de diversas traducciones de Homero para concluir que no hay problema más inherente a la creación literaria y a su “modesto misterio” —así lo llama— como el de la traducción; que no hay más que borradores, que «el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio» y que la pretendida inferioridad de las traducciones no es más que una superstición, pues «no hay un buen texto que no parezca invariable y definitivo si lo practicamos un número suficiente de veces».
Luego en El Aleph, Borges publica «El inmortal». Es bien sabido que este cuento tiene al mismo Homero como personaje principal y, entre otras cosas, puede ser visto como una auténtica meditación sobre el tiempo y la memoria como fundamentos de la creación literaria. En sus laboriosas páginas, el sumo hacedor, principio y fin de toda elocuencia y cultura, que «fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos», es un humilde y miserable troglodita inmortal que carece, incluso, del comercio de la palabra.