En el siglo IV antes de Cristo, uno de los más talentosos dramaturgos que han existido declaró los motivos para expulsar de su bien ordenada república a esos bichos raros de los poetas, esos que estimulan y fortalecen los elementos que amenazan con hacer trizas la razón. Y no fue el primero, dos siglos antes de Platón, Jenófanes de Colofón, que escribía en verso, atacó con sevicia a los poetas, dizque por mentir al atribuir a los dioses el robo, el adulterio, la envidia, el engaño y otras miserias de los hombres.
Medio siglo después, Heráclito de Éfeso, el del aforismo «nadie se baña dos veces en el mismo río», a menos, claro, que el río sea lento y se disponga de una buena bicicleta, como nos enseñó Monterroso, propuso en voz alta, con un alto desprecio por las Musas: «Homero merece ser echado de los concursos a bastonazos, y Arquíloco igualmente». Así de antiguos son los ataques a los que ha tenido que hacer frente la literatura en el viejo mundo.
En el Nuevo Mundo las cosas no fueron muy diferentes. Sin importar que en el siglo XIII Tomás de Aquino había construido una poética filosófica de la metáfora y que en el siglo XIV Dante había producido el más espléndido poema de la historia del cristianismo, en el siglo XVI los inquisidores españoles se dieron a la infame tarea de prohibir la publicación e importación de novelas en las colonias hispanoamericanas con el pretexto de que los disparates de la ficción resultaban perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Así, durante trescientos años, no tuvimos más remedio que leer ficciones de contrabando y construir bibliotecas clandestinas.
Sin embargo, como señala William Marx, la literatura se resiste a desaparecer. En el siglo XXI, mientras literalmente el mundo parece caerse a pedazos, mientras Rusia riega con fuego los campos de Ucrania, la creación literaria sigue hablando con autoridad, sigue diciendo una verdad, expresando la voluntad y las opiniones de los individuos y de los pueblos; mientras Israel bombardea en Gaza a los hijos de Ismael, la creación literaria sigue hablando del mundo, de los hombres, de las mujeres, de la política, del corazón y los sentimientos, de los recuerdos y del futuro; mientras China adelanta provocadoras maniobras militares en el estrecho de Taiwán, la ficción sigue creando nuevos universos, renombrando la realidad, transformándola; sigue haciendo todo lo que le fue prohibido durante siglos.
En fin, un reducto de creadores honestos persiste en esta empresa. Aquéllos que no han olvidado «el problema del conflicto del corazón humano consigo mismo, que es lo único que puede lograr la buena escritura porque es lo único sobre lo que vale la pena escribir». Como señala William Faulkner, solo eso merece el sudor y la agonía de los auténticos creadores, aquéllos que no dejan espacio en su taller «a nada que no sean las viejas verdades y realidades del corazón».