El premio Nobel es un premio sobrevalorado, que depende de una Academia arbitraria, caprichosa y en ocasiones corrupta. Academia que, para el caso de la literatura, clasifica por 50 años los argumentos que tiene para otorgar un galardón. Lo ha negado a grandísimos escritores y se lo ha entregado a otros “livianitos”. Este año, acaba de conceder el premio a la novelista surcoreana Han Kang, quien no estaba en el radar de los apostadores, pero que resulta una grata sorpresa. La vegetariana (2007), su obra más reconocida, supone un experimento narrativo interesante. La vida de Yeong-hye, una mujer a quien las pesadillas obligan a dejar de comer carne, pero narrada desde la perspectiva y la voz de su marido, algo no solo difícil, sino muy bien logrado, con un talento narrativo extraordinario. Su última novela, La clase de griego (2023) empieza con una anécdota sobre Borges, y no es para nada una referencia gratuita, pues la trama completa tiene el sutil influjo del maestro porteño. Juzguen ustedes:
Borges le pidió a María Kodama que grabara en su lápida la frase «Él tomó su espada, y colocó el metal desnudo entre los dos». Kodama, la hermosa y joven mujer de ascendencia japonesa que fuera su secretaria, se casó con Borges cuando este tenía ochenta y siete años y compartió los últimos tres meses de la vida del escritor. Ella fue quien lo acompañó en su tránsito postrero, que acaeció en Ginebra, la ciudad donde el escritor pasó su infancia y donde deseaba ser enterrado.
Un crítico escribió en su libro que esa breve frase grabada en su lápida representaba «el filo acerado». Sostenía que esa imagen era la llave que permitía el acceso a la obra de Borges, que esa espada separaba la literatura realista anterior de la escritura borgiana. A mí, en cambio, me sonó más a una confesión personal y callada. La breve frase es la cita de un antiguo poema épico nórdico. La primera y asimismo última vez que un hombre y una mujer pasaron juntos la noche, una espada colocada sobre el lecho separó a ambos hasta la madrugada. ¿Qué otra cosa pudo ser ese «filo acerado», sino la ceguera que aquejó a Borges en sus últimos años y lo aisló del mundo?
Aunque he estado alguna vez en Suiza, nunca he ido a Ginebra, pues no me apetecía visitar la tumba de Borges para verla con mis propios ojos. En su lugar, recorrí la biblioteca de la abadía de San Galo, que de seguro habría provocado en el escritor argentino una fascinación sin límites si la hubiera conocido. Hasta me parece sentir en este momento la aspereza de las zapatillas de fieltro que nos hicieron calzar para proteger el suelo de madera de mil años de antigüedad. Luego tomé un barco en el embarcadero de Lucerna, que navegó por el lago hasta el atardecer bordeando la costa de los valles alpinos cubiertos de nieve. No tomé fotos en ningún sitio. Los paisajes quedaron impresos en mis retinas. La cámara no puede registrar los sonidos, olores y texturas, pero estos se grabaron con todos sus pormenores en mis oídos, nariz, cara y manos. En aquel entonces, la espada no me separaba todavía del mundo, así que me bastó con eso.