Tras más de una década cumpliendo con esta cita semanal, resulta inevitable repetirse. Hace tres años escribí una columna muy parecida a esta, motivada por actos de salvajismo durante un clásico bogotano, en las tribunas del estadio El Campín. Hoy, las barbaridades acontecidas la semana pasada en el Atanasio Girardot, que involucraron a aficionados del Junior y Nacional, invitan a insistir.

Los clubes de fútbol suelen quedarse al margen de esos hechos, o se lavan las manos con excesiva rapidez, una actitud indolente con los aficionados, quienes al fin y al cabo se supone que son su razón de ser. Sin ellos el negocio del fútbol no existiría, por eso merecen más respeto y consideración. No basta con anunciar planes que no se cumplen, culpar a las autoridades, o expresar que esos comportamientos tan violentos y destructivos son excepcionales; se reclama más decisión y responsabilidad.

La condescendencia con las barras «bravas» es de absoluta potestad de los clubes, quienes podrían censurarlas por un buen tiempo (o por siempre), sin necesidad de explicar mayor cosa: creo que todos preferiríamos un partido en silencio que un partido con heridos o con muertos.

También puede ser interesante que ante hechos tan vergonzosos como los que vimos en Medellín, ambos equipos pierdan los puntos en disputa (de pronto algunos más, 6 o 9 puntos), que nadie gane, que los clubes se juegan el pellejo ante los actos violentos de sus seguidores.

Quizá con medidas así, verdaderamente duras, proponiendo consecuencias directas que conlleven pérdidas deportivas, y, por lo tanto, económicas, se espabilan los dirigentes.

Las posibilidades de solución existen. Un buen referente lo constituyen las medidas tomadas en el Reino Unido para acabar con los Hooligans en los años ochenta, una mezcla de iniciativas gubernamentales complementadas por los clubes, que comprendieron lo que estaba en juego (las sanciones a los equipos ingleses, expulsándolos por unos años de las competiciones europeas, ayudaron).

Quiero suponer que quienes tienen capacidad de decisión, la Dimayor, los equipos, la Policía Nacional y cualquier otro ente que se involucre en el cuidado de los partidos, han revisado con juicio esos casos y que incluso hayan buscado las asesorías que corresponden. Que se lo estén tomando en serio. Quizá soy demasiado optimista.

Ya basta de tanta tontería por un «trapo» o un color, tanta virulencia inútil y riesgo evitable. Ya basta de excusas. Y si definitivamente no somos capaces de ver un partido en paz, pues que se acaben los partidos o los vemos todos por televisión. Ante el fracaso, hay que replantearse el método.

moreno.slagter@yahoo.com