Hace unas semanas, llevé a mis estudiantes de Virginia Tech al centro de innovación de Booz Allen, una de las principales empresas de consultoría del mundo, clave en la prestación de servicios al gobierno estadounidense. Quizá les suene el nombre de Edward Snowden, el exanalista que trabajó en Booz Allen antes de filtrar información sobre los programas de vigilancia masiva de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA). En esta visita, exploramos cómo la inteligencia artificial (IA) podría influir en áreas críticas como el cambio climático y la gobernanza. Además de subrayar la creciente importancia de la IA, analizamos los desafíos éticos que su adopción trae consigo, especialmente en estos sectores tan relevantes.

Este análisis es especialmente pertinente en el contexto de eventos como la Semana del Clima en Nueva York, donde se están debatiendo temas como la financiación climática y la reducción de emisiones de metano. Aquí, la IA desempeña un papel fundamental al identificar patrones en grandes volúmenes de datos, lo que mejora las soluciones de resiliencia climática. Esta tecnología tiene el potencial de permitir a científicos y responsables políticos tomar decisiones más precisas para mitigar los efectos del cambio climático, como sequías o temperaturas extremas.

Sin embargo, estos avances tecnológicos nos llevan a reflexionar sobre los riesgos éticos asociados, en particular los dread risks, aquellos de baja probabilidad pero de alto impacto. Un buen ejemplo es la energía nuclear: a pesar de su eficiencia, un accidente puede tener consecuencias catastróficas. Con la IA ocurre algo similar: su potencial impacto en áreas críticas como la gobernanza digital plantea serios interrogantes sobre cómo gestionamos estos riesgos. Un caso destacado es Estonia, que tiene una infraestructura digital avanzada pero enfrenta importantes amenazas cibernéticas, sobre todo de Rusia. En Brasil, el sistema de votación electrónica implementado en 1996 ha mejorado la transparencia al eliminar fraudes comunes en el voto en papel. Sin embargo, ambos países deben abordar los riesgos de la desinformación impulsada por la inteligencia artificial, que amenaza la confianza en las instituciones democráticas y la integridad electoral. La creciente popularidad de las herramientas de IA exige una regulación efectiva y medidas de protección para salvaguardar la democracia.

La IA también está transformando la relación entre gobiernos y ciudadanos en términos de gobernanza digital. Si bien la tecnología permite mejorar la eficiencia en la prestación de servicios públicos, los gobiernos enfrentan el desafío de garantizar el acceso equitativo a estos avances. A diferencia de las empresas, que buscan maximizar beneficios, los gobiernos deben implementar la IA de manera que no amplifique los sesgos existentes, sino que mejore el acceso justo a los servicios, independientemente del nivel de alfabetización digital o situación económica de los ciudadanos. Este reto cobra aún más relevancia en las democracias, donde la equidad y la transparencia son esenciales. Si se gestiona adecuadamente, la IA puede mejorar estos aspectos en los servicios públicos, pero si no se controlan los sesgos en los datos, podría perpetuar desigualdades. Es crucial diseñar sistemas de IA que no solo mejoren el acceso, sino que también fomenten la confianza en el gobierno, especialmente en un contexto donde la privacidad y la seguridad de los datos son preocupaciones crecientes.

Aunque la IA tiene el potencial de transformar áreas clave como el clima y la gobernanza, es imperativo que estos avances tecnológicos se enmarquen dentro de estructuras éticas y de gobernanza sólidas. Solo así se podrán maximizar los beneficios de la IA mientras se gestionan sus riesgos de manera responsable, asegurando que no se comprometan la seguridad ni los valores democráticos.