El colega Marco compartió la foto en redes sociales. Se veía un salón de clases inmaculado, con las sillas alineadas, el tablero limpio, las luces encendidas y la puerta abierta. Nada difícil resulta imaginar la entrada en cualquier instante de un grupo de estudiantes emocionados, nerviosos y bulleros como todos el primer día, en medio de un aparente caos que pronto volverán su propio cosmos. Más atrás entrará el/la profe, quizá con libros y la lista de clases, a “soltar la línea” de lo que será el curso con los temas, los trabajos, los parciales, las lecturas obligatorias y una que otra recomendación que inefablemente se repite semestre a semestre. Después de todo, es primavera. El ciclo vuelve a arrancar.

En ese tablero, ahora limpio, se empezarán a escribir pronto fórmulas, citas, diagramas o esquemas que serán replicados en las hojas en blanco de cuadernos de aún brillante carátula.

Esos garabatos pasarán, ojalá por la fuerza de la utilidad y no por una memorización forzada, a ser parte del acervo con que ese joven ahora sentado se enfrentará en algún momento a ese monstruo de mil cabezas que alguien sin tacto llamó “vida profesional”. Frase de cajón que a la vez encajona. Como si entender la vida no fuera suficiente, ahora toca entenderla por separado.

Y acompañando a lo del tablero se escuchará la voz del/la profe. Se escuchará más alto, se reconocerá más rápido, se sentirá más fuerte. Nada de eso asegura que sirva o que perdure. Para que eso pase, el volumen alto debe cambiarse por la grandeza del discurso o el argumento compartido o construido en conjunto. El rápido reconocimiento deberá trascender del tono de la voz a lo profundo de lo dicho, así como trascenderá la fortaleza al estímulo sensorial. Lo que se lega debe venir de adentro y notarse por fuera. Que valga la pena cada arruga y cada ojera.

Y en ese universo diverso y plural en que se ha convertido el otrora prístino salón de la foto, que no quepa duda que más importante que el tablero lleno o la fuerza de las voces son los lazos humanos que allí se anudan. Entre trabajos en grupo, levantadas de mano, pasadas al tablero y sustentaciones se cimientan relaciones y se fortalecen vínculos sociales capaces de marcar con tinta indeleble el alma y el corazón de los educandos. Una palabra altisonante, un comentario destemplado, una duda hecha reclamo, o una respuesta ambigua son capaces de causar enorme daño. A veces a los educadores se nos olvida que es posible, muy posible, que para ese alumno que tenemos al frente el salón de clases sea el único lugar seguro y tranquilo con el que cuente. Sin darnos cuenta y sin querer, vamos secando el oasis de muchos que buscan que les enseñemos a ver más que desierto.

La hoja en blanco es frágil. Poderosa se vuelve cuando se llena de ideas. Más poderoso es que esas ideas se vuelvan el mapa del camino que los alumnos recorren, y del que los profes aprendemos y nos sentimos orgullosos. Gracias por la foto, colega Marco.

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