Como un homenaje a Antonio Celia Cozzarelli, fallecido el pasado domingo, reproducimos la columna que uno de sus nietos leyó durante el oficio religioso en la Inmaculada Concepción.
No puedo tener en mis manos uno de esos folletos publicitarios que nos llegan tan a menudo, sin que me antoje de hacer con él un avioncito y lanzarlo al aire desde mi balcón, para ver cómo hace cabriolas y se contornea cual ágil bailarina, hasta caer agotado al piso. O hacer un barquito de papel, que aunque no pueda lanzar al arroyo, lo imagino luchando contra la corriente por las turbulentas aguas, esquivando obstáculos, tratando de no naufragar para llegar al río. No puedo dejar de recoger chuvitas y caracoles en la playa; de correr detrás de la esquiva jaiba de muelas azules de porcelana que busca su hueco en la arena, aunque correr me cause dolor. No puedo olvidar los cánticos religiosos que entonábamos en la misa del Colegio Biffi y que aún tarareo cuando me encuentro solo, sin que nadie me escuche y pueda pensar que estoy loco. No puedo pasar bajo un palo de matarratón sin coger sus hojas, estrujarlas con mis manos y aspirar su olor por varios segundos sin que vuelvan recuerdos de mi niñez en la Calle Obando, con su bóveda de matarratones y el piso tapizado de verdes gusanitos. No puedo dejar de rezar la primera oración que mi madre me enseñó: “Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”. No puedo dejar de mirar con nostalgia el viejo camioncito de palo donde paseaba a mis hijos por el patio de la casa, cuando eran pequeños y aún cabían en él. No puedo dejar de darle una mirada al trompo de carreto, al yoyo rojo de Coca Cola, las bolitas de uñita transparentes y la carrucha que aún conservo en la gaveta de lo que fue y ya no es. No puedo deshacerme de ese sentimiento de niño que aún llevo dentro de mí y que se acrecienta a medida que pasan los años”.