Desde hace ya bastante rato en Colombia estamos convencidos de que la mayoría de los males que nos aquejan se explican por la corrupción. Usamos ese amplio término para referirnos a las mangualas que suelen encontrarse al interior de casi todas las iniciativas públicas que intentamos sacar adelante, y que por lo tanto las condenan a enfrentarse a enormes dificultades desde su misma génesis. Es tal el nivel de normalización de esas prácticas que ya no aspiramos con demasiada fe a contar con transparencia y honestidad en los procesos, sino que nos conformamos con que las cosas se hagan de alguna forma, aunque sea a medias o de manera imperfecta. Hemos asumido un papel pasivo y hemos preferido señalar a los corruptos como ajenos a nuestra realidad, como un grupo de villanos que nos someten y no como un resultado inevitable de nuestra aquiescencia con la trampa y el atajo.

Sin embargo, es muy frecuente descubrir a esos acusadores rabiosos cometiendo ellos mismos faltas inexcusables. He repetido en varias ocasiones en este espacio lo dañino que es nuestra aparente holgura o tolerancia frente a las faltas que creemos menores. Por eso no nos importa mucho el colado en la fila, el maleducado que tira la basura en la calle, el desobediente que cree que el orden es una tontería, el aprovechado que se vale de artimañas para conseguir algún banal beneficio, ni el que llega tarde a la reunión. Poco a poco va creciendo nuestra indolencia, va creciendo la falta, y ya solo hacemos ruido cuando el desfalco o el descaro llega a los titulares de prensa.

Un caso que suelo usar para ilustrar esta situación se refiere a quienes estacionan su carro en lugares prohibidos cuando asisten a una celebración religiosa. En varios de los sectores de la ciudad se pueden observar legiones de fieles dejando tranquilamente sus vehículos en vías en las que expresamente está prohibido hacerlo, violando las normas mientras van a manifestar su fe. Cuando he intentado explicarles, sin éxito, que deben practicar lo que predican y portarse bien, me he ganado no pocos insultos y miradas de desasosiego, y lo que es más grave: algunos ni siquiera entienden qué es lo que están haciendo mal. Menciono a las comunidades religiosas como un ejemplo extremo porque considero que tienen, en principio, una conciencia colectiva y moral más desarrollada que otros grupos, no porque sean los únicos que fallan. Si revisamos los alrededores de algunas discotecas o restaurantes encontraremos más de lo mismo y cosas peores.

Creo entonces que debemos empezar por nosotros mismos. Si queremos realmente facilitar un entorno más honesto y justo, no necesitamos Mesías redentores ni superhombres que nos salven. En el día a día de cada uno de los colombianos está la clave para convertirnos en una sociedad menos desalmada. El proceso será largo y quizá nos lleve unas cuantas generaciones, pero lo que no podemos hacer es seguir sembrando la semilla de la trampa y luego sorprendernos porque el árbol da frutos podridos.

@Morenoslagter - moreno.slagter@yahoo.com