La forma como cada persona reacciona ante diferentes circunstancias de la vida e interpreta los hechos que la afectan es lo que conocemos como personalidad, o en idioma coloquial, “su manera de ser”. Esa característica en cada persona es tan particular como sus huellas digitales. De acuerdo con estudios sobre el comportamiento humano, este está determinado tanto por factores hereditarios como por los adquiridos en el entorno en el cual hemos vivido desde la infancia ya que, como los loros, después de viejos no aprendemos a hablar.

La creciente dificultad para almacenar nuevos conocimientos a medida que aumenta la edad no es por capricho ni flojera, sino que es el natural resultado de haber ido ocupando gran parte de nuestra capacidad cognoscitiva con las enseñanzas y experiencias a las que hemos estado expuestos desde que nacemos y que han permitido desenvolvernos en un mundo cambiante.

No quiero ser pesimista, pero me cuesta creer en aforismos tales como el que afirma que “nunca es tarde para aprender”, y más bien me identifico con lo que dice la Biblia: “Cada cosa tiene su momento: tiempo para sembrar y tiempo para cosechar”.

Es por eso que el dominio de nuevos idiomas se dificulta exponencialmente con la edad, y si bien es posible aprenderlos después de las 40 ruedas, quienes lo hacen terminan con un acento parecido al de Tarzán o al del húngaro Bela Lugossi en sus interpretaciones de Drácula. Cosa similar sucede con nuestra capacidad física; en deportes como el atletismo, la natación, el tenis y otros es raro ver exitosos deportistas que excedan el cuarto piso, y los que sobreviven en esas disciplinas son tratados con el despectivo y poco halagador calificativo de “veteranos”.

No hay cosa más ridícula que querer aparentar otra edad. Traigo a colación estos temas, ya que con el acelere en que anda el mundo siento que algo raro está sucediendo con el relajo que estamos creando al pretender, a la fuerza, modificar el inexorable e imposible de alterar el paso del tiempo.

Con frecuencia vemos que a los niños y niñas los tratan de convertir en adultos a la fuerza. En cumpleaños y primeras comuniones los disfrazan con sacos, corbatas, zapatos de tacón, faldas largas, tops y descaderados con la ridícula pretensión de madurarlos biches.

Como las leyes del equilibrio tienden a actuar en compensación, los mayores quieren a cualquier precio rejuvenecerse, vistiéndose como pelaos, luciendo yines rotos, tenis deportivos –aunque en su vida hayan jugado deporte alguno–, practicándose liposucciones y métodos varios para embellecer.

Respeto como el que más la potestad que cada uno tiene de hacer de su capa un sayo y decidir la forma como quiera hacer el ridículo. A aquellos que insisten en convertirse sin darse cuenta en hazmerreíres prematuros, les recomiendo tener paciencia, porque como los extremos siempre se tocan, todos al envejecer terminaremos impajaritablemente comportándonos como infantes.

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