La misma anécdota la cuentan en distintas tradiciones. Heródoto nos la trae de Persia, Suetonio la emperadoriza en Roma y Michelet la saca de alguna de las burbujeantes y escotadas cortes de los reyes galantes de Francia. La cosa es así: un gran soberano le consulta a un célebre oráculo por la fecha de su muerte. El oráculo responde que la fecha precisa no la sabe, pero lo que sí profetiza es que la muerte del soberano ocurrirá justo siete días después de la del propio oráculo… ¡Jaque mate!: a partir de ahí al soberano no le queda más remedio que mimarlo con pompones de algodón para que así ojalá viva más años que Matusalén.

Los adivinos son astutos, pero también es que mucha gente pregunta cosas que saltan a la vista. Eso es como el venado que, con toda su cornamenta, va a preguntarle al brujo si su venadita lo engaña. O la hiena que sospecha que sus compinches se ríen mal de ella. O la chimpancé que quiere que le digan, con total imparcialidad, quién es la animal más bella de todo el bosque… Tal como le contestó Juan Gabriel al impertinente periodista que quiso saber de su realidad más íntima: “¡Niño!, lo que se ve, no se pregunta…”.

Por eso es que en el frontispicio del templo del oráculo de Delfos se leía escrito en grande: “Conócete a ti mismo”. Y Sancho Panza, al enterarse que el mono adivino de maese Pedro no adivinaba el futuro, sino más bien el pasado, enseguida se arrepintió: “¡No dé yo un ardite porque me digan lo que por mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo porque me digan lo que sé, sería una gran necedad”.

Por otra parte, la fuerza del amor es tan inmensa y tiránica que muchos creen que es brujería. De ahí aquella novela que no sé quién la tituló “Del amor y otros demonios”. Y en la música del Caribe –con sucursal grande en Nueva York– todo eso queda perfectamente reflejado en infinidad de canciones, cada una mejor que la otra. Para el embarbascado de amor que quiere “despojarse”, que le quiten “su bobera”, ahí tenemos a Bambarito, porque “si Bambarito no te cura, no te cura ningún brujo”. O, si no, un buen baño con rompe saragüey. Y el del Gran Combo se pregunta: “¿Qué me habrá echao esa chica, que me tiene arrebatao?”. Quizás maranguango en la bebida. Por lo que concluye: “Que tú me tienes temblando de noche y de día… ¡Tú me hiciste brujería!”.

Los adivinos son bien avispados. En el mismo Quijote aparece una doña que quería saber si su perrita quedaría en cinta, de cuántas crías y de qué colores. El brujo no se asustó y le dijo que sí, que alumbraría tres perritos, uno verde, uno rojo y el otro mezclado… siempre y cuando a la perrita la montaran “entre las once y doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado”.

Pero el mejor brujo fue aquel del Trío Matamoros y sus guitarritas sandungueras. A un hombre que llevaba 20 años postergado en un sillón, lo curó por siempre bajo un muy sabroso mandato imperativo: “Bota la muleta y el bastón, ¡y podrás bailar el son!”. Así quién no.