El cuento –que, según la célebre analogía boxística de Cortázar, gana por nocaut al lector, a diferencia de la novela, que lo hace por puntos– parecía, sin embargo, a su vez, de unos años hasta hace poco, permanecer tendido en la lona a causa de los inesperados y contundentes golpes propinados por el mercado editorial, y recibiendo el conteo de los diez segundos que hacían falta para sentenciar su definitiva derrota fulminante en el mundo de los libros y de la lectura.
Pero he aquí que el género, antes de que se completara el cómputo fatídico, se ha reincorporado, le ha dicho al juez (o a sus jueces) que se siente tan bien como siempre y ha vuelto con bríos al centro del ring, demostrando de nuevo que está en disposición de todos sus recursos para volver a administrar felices nocauts a sus lectores.
El Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez ha alentado sin duda ese restablecimiento, tal como le hubiera gustado al autor en cuyo homenaje fue creado este galardón en 2014, pues él se inició en la literatura como cuentista y se halla entre quienes mejor contribuyeron al enriquecimiento de esta forma narrativa en el siglo XX. Es así como gracias al hecho de haber sido ganadores o finalistas de este certamen, se ha podido atraer la atención de un amplio público hacia la obra de nuevos y estupendos cuentistas.
Sobre La composición de la sal, de la boliviana Magela Baudoin, escribí en esta columna incluso unos días antes de que este libro se alzara con el García Márquez en noviembre de 2015. Hoy quiero celebrar un rasgo específico en relación con otros dos libros que han obtenido esta distinción: la presencia en ellos, con un alto grado de calidad, de la literatura fantástica, que era también cara al taumaturgo de Aracataca.
Me refiero a Una felicidad repulsiva (2013), del argentino Guillermo Martínez, y a El estado natural de las cosas (2016), del español Alejandro Morellón.
Empiezo por el segundo de los volúmenes, pues su contenido entero es de carácter fantástico, si entendemos que a lo fantástico pertenecen no sólo las historias que ingresan en lo sobrenatural, sino también las que habitan en una dimensión próxima: la de lo extraordinario o lo bizarro. Los siete cuentos del libro de Morellón son de uno u otro tipo.
De ellos –relatos en los cuales los personajes sufren experiencias penosas, terribles, aunque presentadas bajo una luz que hace destellar sus facetas humorísticas–, hay que destacar el que da título al libro y que es también el más largo: la historia entre kafkiana y cortazariana de un hombre cuya vida da de pronto un giro hacia un infortunio de pesadilla al adquirir una noche, mientras duerme, un estado de total ingravidez.
Por su parte, Una felicidad repulsiva nos ofrece un mundo en el que también pueden suceder peripecias extrañas, insólitas, a veces incluso de misterio y horror. En su caso, también resulta ineludible resaltar el magnífico cuento del que el libro toma el título, en el cual lo fantástico está apenas sugerido y cuya trama parece darle una vuelta de tuerca a la tesis planteada por Tolstói en la famosa primera línea de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. En este cuento, las infelices son rutinarias, mientras que una por lo menos, la familia M., es feliz de un modo singular, monstruoso.