El día del partido por la mañana, tuve que hacer una diligencia en la sede de una de las más importantes revistas de circulación nacional. Al llegar a la redacción, en el pasillo principal, un hombre con acento costeño le disertaba a un grupo de jóvenes redactores, en su mayoría muchachitos interioranos que lo escuchaban en actitud respetuosa:

“Yo quiero que esta redacción sea como el Junior”, les estaba diciendo a los nóveles periodistas, los cuales lo contemplaban fascinados a través de sus gafas de monturas doradas y sus mejillas rosaditas.

El maestro era Eligio García Márquez, uno de los mejores cronistas del país, mérito que para mí es muy superior al de ser el hermanito menor de Gabriel García Márquez.

El símil con el que estaba disertando ‘El Giggio’ era claro y directo:

“Los de Junior no juegan como compañeros de fútbol”, decía el joven García Márquez, “juegan como compinches... así quiero yo que sea esta redacción”.

El cronista les habló entonces de los partidos de ‘bola’etrapo’ que se juegan a la una de la tarde en las calles de Barranquilla, bajo el sol más feroz de la humanidad. “Es una experiencia devastadora para el organismo, pero vieran ustedes con qué ardor se juegan esos partidos”.

De esa manera, presentando argumentos tan originales como la mística de la ‘bola’etrapo’, la alegría de jugar al fútbol en las canchas destapadas de Pescaíto y el compinchazgo de los malosos del barrio Rebolo, el menor de los García Márquez no solo les daba una lección de periodismo a sus discípulos de la revista, sino que al mismo tiempo había configurado toda una teoría auténtica y revolucionaria de cómo hacer las cosas en la vida: la manera “Junior 95”.

Cuatro días antes, el domingo cuatro de junio, en compañía del gran amigo Raúl Hernández, joven estudiante de medicina y barranquillero nostálgico igual que yo, partíamos de Bogotá, en medio de un fenomenal trancón de camiones y buses, y nuestro vehículo forrado en banderas con rumbo a Ibagué.

En una jornada de cuatro horas, atravesamos la cuenca del Sumapaz entre un paisaje sobrecogedor de verdes e inmensas montañas y aguas cristalinas que circulaba sobre piedras inmensas. Ibagué, una hermosa ciudad de impecable limpieza, nos recibió ataviada de vino tinto y oro, los colores del Deportes Tolima.

Pocas veces en mi vida me había encontrado yo con una afición tan fervorosa. El Estadio Murillo Toro era una calderita de pasiones en donde el 99 por ciento le agitaba furiosas banderas a su equipo y el 1 por ciento, que éramos los 75 hinchas junioristas, tratábamos de imponernos entre aquella bulliciosa multitud, la cual siempre nos respetó y solamente nos agredió con frases inocentonas, como aquella de que “esta tarde comeremos lechona tolimense con tiburón”.

El Pibe y su Corte nos hizo el favor de callarlos y de hacerles aquietar sus banderas con el concierto que dieron en el Murillo Toro. Ya para el segundo gol, una preciosa palomita de Montecinos, éramos los 75 costeños quienes les gritábamos a los 19 mil tolimenses: “La lechona se la rellenamos de goles...”.

Hubo un pasaje durante el juego que me llevó a descifrar este Junior 95. Cuando el equipo ganaba uno a cero, le llegó un balón a la defensa del Tolima. Montecinos estaba en el medio campo y emprendió una carrera frenética hacia donde los cuatro defensores tolimenses comenzaban a salir con el balón. Bajo el sol hirviente de Ibagué, en medio de un partido tan fragoroso, aquella carrera, más que como el deber de un delantero de obstruir la salida, lució como el esfuerzo sobrehumano de un hombre con vergüenza deportiva; un hombre que suda la camiseta. Más atrás venía, no menos diligente, Iván René Valenciano, y entre los dos, la máquina curramba- chilena de hacer goles, le arrebataron el balón a los defensores y crearon una situación de peligro.

En ese momento me di cuenta que este equipo glorioso poseía una mística que jamás la había visto. Ahora sí se podía decir, cómo lo cantó Juan Piña una vez, que esté Junior “es como un gallo de pelea”. Con tres goles retumbando en nuestros corazones junioristas, emprendimos un feliz regreso a Bogotá, en medio de la felicitación unánime y resignada de los tolimenses y un río de banderas rojiblancas que alegró el paisaje lúgubre del anochecer tolimense.

Y el miércoles pasado fue la síntesis de todo: miércoles 7 de junio del 95, bendita fecha para no olvidarla. Casi la mitad del partido coincidió con la emisión de QAP y me tocó verla de reojo desde el set, sufriendo a mares con lo que sucedía en Barranquilla. Eso sí, el final pudimos verlo en vivo y en directo, en medio de la emoción de camarógrafos y periodistas costeños y el aliento permanente de los bogotanos, que en esa noche también se contagiaron de Juniormanía. Es cierto, solo vi medio partido, pero tuve la suerte de anunciarle en directo al país el tercero de Junior, sensación emocionante que solo puedo compararla con la de media hora después, a las diez y treinta de la noche, cuando volvimos al aire con un flash informativo y dije estas palabras:

“¡Curramba está de fiesta! Barranquilla quedó a un paso de tener otra vez el campeón de Colombia”.

Minutos más tarde, en la llamada Zona Rosa, con esta ciudad más fría que nunca y bajo una llovizna pertinaz, ante la mirada trasnochada de los meseros, los hippies, los vendedores de rosas y los rumberos del miércoles, unos cincuenta barranquilleros sacamos banderas, cantamos “olelé” e hicimos nuestra pequeña celebración en el exilio.

EL HERALDO
Junio 9 de 1995