El miércoles pasado al atardecer sufrí un accidente de nemotecnia que estuvo muy cerca de hacerme perder por completo el sentido de orientación y dejarme en estado si no vegetativo, al menos en un limbo absoluto donde quizá ni mi nombre hubiera podido encontrar. Serían las cinco y media de la tarde y, de repente, como si el altavoz estuviera en el patio de mi casa entró un villancico a todo volumen que se repetía y se repetía, como en los días de la Novena al Niño Dios que aún está muy lejos, hasta que volví en mí y pude colegir que no estaba en diciembre, que apenas era el ocho de noviembre y que debía ser el ensayo de tal celebración en el vecino Colegio del Sagrado Corazón, lo que confirmó mi compañera de casa al regresar de cruzar justo por el frente de esa institución, y llegar tan aturdida y sorprendida como quienes estábamos en casa. Para ella fue peor, pues se encontró con la vecina y esta le comentó: “voy a la novena”. Para permanecer sanas concluimos que el hijo estudia allí e iba a recogerlo, porque nunca se ha visto, por más devoción arrebatada que se tenga, un adelanto de cinco semanas a la práctica decembrina.
¿Por qué tienen que ensayar o rezar con un volumen ensordecedor a través de unos altoparlantes que emiten decibelios insufribles y, de ñapa, repetir hasta agotar al vecindario “el camino de Belén, de Belén”? Cada quien es muy libre de hacer en su propiedad lo que a bien tenga, siempre que respete el derecho de los otros. Y es que esto del alto volumen, aún a punta de garganta, en mi cuadra en Bellavista es espantoso: al frente acaban de abrir el Hogar Infantil Santa Rosa y desde las siete llegan los niños llorando y cuando los recogen los padres al mediodía salen berreando, a ritmo de sus nombres anunciados a gritos por las profesoras, desde el antejardín que convirtieron en zona de recreo y espera. Pero ahí no queda la cosa, a media mañana les llega una panadería móvil (así se anuncia con una grabación sinfín que repite y repite su estribillo en alto volumen) que regresa por la tarde, y también pasa el chatarrero, megáfono y galillo entonados “compro aires acondicionados, baterías, latas”, y lo siguen dos carros de mula cargados de frutas y verduras cuyos propietarios lo imitan.
Si le sumamos a esta barbarie sonora diaria, los pitos estridentes de los impacientes que quieren que el vehículo que está en el cruce de la calle 72 avance a toda costa, el rugido de las busetas chatarra con frenos chillones que nos regaló Movilidad este año (¿cuál control de calidad?), el roncar del cilindraje de motos que serpentean hasta por el andén y las cornetas de aire del vendedor de peto y el de raspao camino al parque, ¿entienden por qué sufro Tinnitus agudo, uso tapones en los oídos y ando en busca de apartamento para salir de una bella casa Deco en este hermoso barrio? Valga el clasificado, porque no acepto este abuso sonoro que llaman “barranquilleridad”, o sea, irrespeto.
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