Ven pronto. Sigue lúcida y tiene la memoria de una notaría, pero acuérdate que ya tiene 98 años”, me dijo su hijo, el compositor Santander Durán Escalona, hace unos meses, cuando le comenté que estaba preparando un libro y quería ir a Valledupar a entrevistar a su madre Abigail Escalona Martínez. La semana pasada, la lucidez emprendió el viaje sin retorno y se llevó consigo los pergaminos de su memoria prodigiosa. No pude cumplir con la prometida visita. En realidad, que recuerde, hablé solo una vez con ella, en la sala de su casa en el barrio el Cañaguate, con la complicidad de una de sus memorables tazas de café y la mirada de pájaro de su hermano Rafael Escalona que salía de un retrato colgado en la pared, pero crecí con su arrolladora presencia en mi casa.
Mis padres y mis hermanos mayores habían trabajado en los años sesentas en una finca que ella, junto a su esposo Santander Durán Gómez, sostuvieron hasta donde pudieron, cerca de Valledupar en tiempos de la bonanza algodonera, de manera que la Niña Abi fue siempre una de las protagonistas centrales de la memoria familiar. Esa memoria habla de una mujer, que en tiempos impensables para una ‘niña bien’ de la provincia, había cruzado los limites de las faldas y los vestidos, y se movía por la finca con unos pantalones caquis y botas de obrero, cultivando hortalizas y metida en los potreros conduciendo un viejo tractor. También habla de las incontables veces que se subió junto a su esposo a un enfangado campero para recorrer los polvorientos pueblos del Caribe reclutando labriegos para su proyecto de algodón.
Cuando yo nací hacía poco tiempo mis padres habían dejado de trabajar en su finca, pero aunque no me vio corretear por los potreros como al resto de mis hermanos, ella siempre me tuvo el afecto del último de la numerosa prole de Elida y Carlitos, que había sido engendrado en sus tierras. Era dueña de una franqueza pícara y agraciada, que se movía entre la dulzura y el desparpajo. Estebana, mi hermana mayor, quien llegó a su finca un día antes de cumplir los 10 años, nunca dejó de visitarla. Las últimas veces que la visitó, la niña Abi aprovechaba para decirle, en un reclamo amoroso, con esa inconfundible manera de hablar de los nativos del pueblo de Patillal: “Ve, Estebanita, supe que el ‘hijeputa’ de tu hermano a veces viene por el Valle y ni aquí llega”.
Rafael Escalona fue su adoración y en su casa siempre hubo un altar para el recuerdo de Apa o Rafita como cariñosamente lo llamaba. Nadie sabía más que Escalona sobre visitas postergadas a mujeres con carácter. Por eso ahora, que ya no anda por el patio de su casa, que ya no atiende las flores de su jardín, que ya no persigue los mangos caídos, que ya no reza el rosario a las cinco de la mañana, con el espíritu de su hermano como padrino, permita que su querido “hijueputa” le haga la visita que le ofrecí a su memoria, niña Abi.
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