No hubiera querido escribir nunca sobre lo que ahora nombro, y me seca la garganta el pronunciarlo: el terror del odio obcecado inculcado por mentes que, a su vez, también fueron pervertidas, como ahora estos muchachos xenófobos que se ensañan contra los valores sociales, espirituales, políticos, morales o religiosos en la resolución y la convicción de que todo lo que el otro, por ser diferente, ame –en costumbres, religión, diversión y familia– debe ser destruido. Y esta vez le ha tocado el turno a Barcelona, como ayer a París, Londres, Bruselas, y, por si no fue suficiente aquel 11M, de Madrid en el 2004, el atentado en la estación de Atocha en la hora punta, las siete de la mañana, cuando todo el mundo con la ilusión del nuevo día se aprestaba a vivir su jornada laboral cortada con la explosión de cuatro trenes y la muerte de 177 personas. Ahora, en Las Ramblas, el corazón de Barcelona, de nuevo, la saña terrorista le ha clavado el puñal de la muerte. Esa Barcelona que rechaza “los yugos que le quiere poner gente de la hierba mala”, como diría Miguel Hernández.
Esa Barcelona donde hace, tanta vida, cenamos una noche en el restaurante Las Siete Puertas, en El Casco Viejo, frente a la calle que llevaba al Museo Picasso. –Cuando el presente se oscurece, recordar ayuda a vivir–. Aquella noche no brindamos. No hacía falta. Nos apretábamos las manos y nos sonreíamos. El corazón nos latía con fuerza. A la mañana siguiente salíamos en el trasatlántico Rossini rumbo a un sueño que se llamaba América.
De toda la memoria solo vale el don de evocar los sueños, decía Antonio Machado. Y el agradecimiento a la vida que nos dejó vivirlos. Eso supone para mí Barcelona. La introducción a un sueño hecho realidad.